Noventa y cuatros días han transcurrido desde el inicio de la bárbara invasión de Ucrania, allá un ya lejanísimo 24 de febrero de 2022, y lo peor de esta nueva tragedia en el corazón de Europa es que no tiene visos de que la masacre vaya a terminar pronto. Ni los invasores parecen estar logrando alcanzar sus objetivos ni los ucranianos recuperar el terreno perdido en la región de Donbás. Cómodamente instalados en nuestro salón vemos y escuchamos con atención a generales y almirantes (en la reserva) especular sobre los objetivos de ambos bandos y el posible curso de una guerra que parece haber entrado en una fase de desgaste mutuo que nos recuerda esos terroríficos documentales sobre la guerra de trincheras que devastó y desangró a Europa entre 1914 y 1918.
Mientras Putin y sus generales continúan impávidos arrasando ciudades y pueblos en Ucrania, Zelenski pide a sus aliados en la retaguardia más y más armas y artillería pesada para continuar la contienda. A ninguno de ellos parece importarles demasiado las víctimas militares y civiles, ni siquiera las de sus propios soldados y compatriotas. Los países de la UE y las instituciones comunitarias están prestando esa ayuda económica y militar mientras continúan debatiendo cómo pueden endurecer un poquito más las sanciones financieras y económicas ya aplicadas al régimen de Putin y reducir la dependencia del gas y el petróleo rusos en los próximos años. Entretanto el gobierno de Estados Unidos está aprovechando la trágica guerra subrogada que está librando en Ucrania para debilitar y estrechar el cerco a Rusia incorporando nuevos países a la OTAN. Da la impresión de que ninguna cancillería a ambos lados del Atlántico da prioridad en estos momentos a buscar una solución diplomática que ponga fin a tanta muerte, devastación y miseria.
Ese acercamiento se ha desvanecido de repente y el aumento de las tensiones en Europa y Asia nos acercan peligrosamente a los peores momentos de la Guerra Fría
Las teas de la ambición y el odio, tantas veces prendidas por el fuego de los antagonismos religiosos y los intereses nacionales en siglos pasados, vuelven a enseñorearse en pleno siglo XXI de la vieja y desmemoriada Europa. Y es que, pese a los horrores vividos en el siglo XX, los gobiernos de las grandes potencias siguen sin reconocer la autoridad de alguna institución supranacional para resolver los conflictos de manera civilizada antes de que la llama del fanatismo prenda las antorchas. El proceso de globalización económica vivido en las tres últimas décadas produjo la ilusoria impresión de que los crecientes intereses económicos entrecruzados propiciaban la interlocución cordial y el entendimiento pacífico entre los gobernantes de Estados Unidos y la UE, por una parte, y los de Rusia y China, por otra. Ese acercamiento se ha desvanecido de repente y el aumento de las tensiones en Europa y Asia nos acercan peligrosamente a los peores momentos de la Guerra Fría.
Algunos me reprocharán que, en nombre de la civilización y del imperio de la ley, estoy olvidándome del derecho del gobierno de Ucrania a defender su integridad territorial y a responder a una agresión, sin duda, injustificada e injustificable. Soy consciente de ello, aunque no es exactamente ese derecho lo que estoy cuestionando. Al igual que cuando alguien sufre una agresión en la calle aceptamos de mejor o peor grado que uno no puede tomarse la justicia por su mano y confía la reparación del daño causado a los tribunales de justicia, esa misma actitud es la que debería prevalecer en los conflictos internacionales. Y como soy plenamente consciente de que, a falta de una policía y una corte de justicia internacional aceptada por todos los países, esta solución civilizada resulta irrealista, acepto que la única reparación posible en algunas ocasiones sea responder al agresor con su misma moneda: ojo por ojo y diente por diente. No cuestiono tanto el derecho a la autodefensa del agredido cuanto la actitud de otros actores como Estados Unidos, China y la UE que, en mi opinión, podrían haber desempeñado un papel mucho más activo para evitar el conflicto y para detenerlo una vez iniciado.
En esta encrucijada no me siento ucraniano sino simplemente un españolito de a pie conmovido, eso sí, al contemplar los horrores de la guerra
¡Cuántas veces hemos escuchado durante estas semanas la frase “Todos somos ucranianos” y hemos escuchado a tertulianos y analistas presentar esta guerra como la defensa de la libertad y la democracia frente a la esclavitud y la dictadura! Pues bien, albergo serias dudas de que el nacionalismo y la confrontación entre ideologías vayan a proporcionar paz y bienestar a ucranianos y a rusos, ni tampoco a estadounidenses, europeos o chinos. Confieso que en esta encrucijada no me siento ucraniano, sino simplemente un españolito de a pie conmovido, eso sí, al contemplar los horrores de la guerra, muerte, devastación y exilio, que están padeciendo millones de ucranianos, aunque conmovido también por la ignominia y el sufrimiento de muchos ciudadanos rusos contrarios a la invasión e incluso de esos soldados reclutados y obligados a participar en ella.
En una carta publicada por Russell en el Manchester Guardian el 17 de diciembre de 1917, el filósofo y activista británico respondía a la acusación de que “para ser un verdadero objetor concienzudo un hombre debe ser, consciente o inconscientemente, un individualista extremo con escaso sentido de solidaridad hacia la humanidad y de nuestra pertenencia de uno a otro”. El filósofo y activista británico aducía en su defensa que la acusación resultaba pertinente solo si cuando el acusador escribía ‘humanidad’ estaba pensando en realidad en ‘Aliados’, porque para un objetor concienzudo los alemanes forman también parte de la humanidad. Y continuaba Russell afirmando que el “objetor concienzudo no cree que la violencia se cura con violencia ni que el militarismo puede exorcizarse con más militarismo. Persiste en sentir solidaridad con aquellos que son llamados ‘enemigos’, y cree que si este sentimiento estuviera más extendido entre nosotros haría más que los ejércitos y las armadas para prevenir la expansión del Imperialismo”.
No me avergüenzo de reconocer abiertamente que boys gracias a la vida (gracias, Violeta) por estar tan lejos del conflicto
No, no sólo no me siento ucraniano en el sentido superficial, estrecho de miras e incluso interesado con que se está utilizando la expresión para justificar los envíos de armamento a Ucrania desde países donde la guerra apenas ha alterado nuestras rutinas cotidianas, sino que no me avergüenzo de reconocer abiertamente que doy gracias a la vida (gracias, Violeta) por estar tan lejos del conflicto y no padecer directamente sus consecuencias más trágicas. Confieso que me siento mucho más cerca de la posición de Russell contra la guerra que, por supuesto, del execrable imperialismo de Putin, pero también más cerca que de la posición hipócrita de tantos gobernantes occidentales que suministran armas para que otros sean quienes las empuñen y avancen sus ambiciones hegemónicas. Me conmueven mucho más los muertos, el dolor y el empobrecimiento de tantos millones de ucranianos que al esforzado ardor guerrero de Zelenski. Quisiera ver en todos estos líderes un ápice de esa humanidad y sentido de pertenencia al que apelaba Russell y escucharles algunas propuestas constructivas para poner lo antes posible a esta nueva masacre en el corazón de Europa.
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