1. Cuando llega a Valladolid, el río Pisuerga ya ha recorrido muchos de sus 283 kilómetros. Pero es su paso por Pucela lo que le ha dado entrada entre los dichos populares: cuando alguien denuncia que se está aprovechando cualquier anécdota para elaborar categorías (muchas veces, de contenido acusatorio), o sea, lo que se llama tirar por elevación, no lo hace poniendo de relieve que el cauce ha transcurrido por ejemplo por Venta de Baños, famoso en la historia como nudo ferroviario, sino que sólo menciona la capital castellana. Es una manera de razonar que suele resultar tramposa -lo dicho, consiste en aprovechar una nimiedad para hacer un mundo- y que por eso mismo da lugar con frecuencia a respuestas fáciles y contundentes.
2. Las monarquías son instituciones delicadísimas y que no resultan difícilmente explicables en términos de pura racionalidad: si Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra (el hijo de María Estuardo, para situarnos) disertó sobre «the mistery of the king» fue por algo. Que la figura haya sobrevivido a la democratización en sociedades tan evolucionadas como las escandinavas no deja de tener algo de milagroso y extraño. Como tantas veces se ha señalado, su racionalidad debe verse en lo estrictamente instrumental: servir a simbolizar la unidad en sociedades fragmentadas y que, casi por la ley de la gravitación universal de Isaac Newton, terminan cayendo, ay, en las garras implacables de la partitocracia.
La racionalidad de las monarquías debe verse en lo estrictamente instrumental: servir a simbolizar la unidad en sociedades fragmentadas y que, casi por la ley de la gravitación universal de Isaac Newton, terminan cayendo, ay, en las garras implacables de la partitocracia
En España las cosas son así, sólo que peor, porque las líneas de cliveage -en el sentido, obviamente, de Walter Lippmann– son cada vez mayores y más profundas: a las divisorias tradicionales de ricos/pobres, ciudad/campo o jóvenes/viejos se suma, como consecuencia de la irrupción de las identidades, la fractura territorial, con el componente supremacista (y, en el fondo xenófobo, aunque, eso sí, con retórica de izquierdas) que todos tenemos a la vista. La Constitución no se equivocó cuando, al par que daba en el Art. 6 la bienvenida a los partidos políticos -un paso lógico en aras de la representatividad democrática, aun cuando sin duda el constituyente no pensaba en las criaturas caricaturescas y deformes que hoy responden a ese nombre-, proclamó en el Art. 56 que el Jefe del Estado simboliza su unidad y permanencia. Algo que, como es notorio, entre nosotros significa más que una pura proclamación retórica.
Sucede que la propia Constitución estableció la inviolabilidad del Rey sin precisar su alcance: sólo los actos jurídico-públicos o también los de su vida privada. Si acaso se extiende a esto último, habría que pensar que lo es porque ese tipo de personas no tienen, dicho sea para entendernos, una existencia propiamente privada: sus jornadas son de 24 horas y durante 365 días. Casi como un monje o al menos un austero funcionario prusiano. Pero lo cierto es que el titular de la institución entre 1978 y 2014 -con la aquiescencia de la sociedad española, no sólo de la clase política- hizo del texto constitucional una interpretación pro domo sua: inviolabilidad (en el sentido de impunidad) universal y sin embargo vida privada tan exuberante como la de una cocotte (o más aún: tanto trajín no tuvo ni la legendaria Carolina Otero, La bella Otero). Y, en el mundo de Twitter, todo acaba saliendo a la superficie y así nos encontramos hoy, mientras el personaje sigue vivo y coleando -un juguete roto, pero vivo y coleando-, con el hecho de que, para los defensores de la causa constitucional -de España, sí-, se trata de una figura engorrosa, cuando no del todo enojosa, mientras que, para los enemigos de la patria, se ha convertido por el contrario en un auténtico chollo y además inagotable. En esta última posición -pisuerguista, vamos a llamarlo así- se embosca, como siempre en ellos, una duplicidad que resulta grosera (como cuando se escandalizan por el espionaje, por poner otro ejemplo reciente), pero lo cierto es que, cuando uno encuentra gratis un filón -lo que en terminología minera se llama una ganga-, resulta muy tentador sacarle partido hasta el final.
3. Los Abogados nos vemos con frecuencia en una tesitura a la hora de elaborar el relato para defender a un cliente, en cuya historia, por mucho que en el fondo le asista la razón, se emboscan siempre puntos débiles o incluso conductas que constituyen verdaderos goles en propia puerta: own goals, en inglés. Así las cosas, no sabe uno si es mejor entregar esa pieza -confesarla y ofrecer de ella, en la medida de lo posible, una visión edulcorada- o si, por el contrario, considerar que esa táctica constituye un error estratégico porque significa regalar al enemigo un terreno que va a resultar irrecuperable. La Casa Real está en España por el primero de los planteamientos -hay que ceder esa trinchera, por dolorosa que se antoje en lo humano y familiar, para salvar lo principal-, pero tampoco faltan, dentro de los defensores sensatos de la institución monárquica -los cortesanos quedan al margen-, quienes aportan argumentos para lo segundo: la consigna es resistir hasta morir. Inmolarse por la causa.
La atribulada historia de España apoya al primero de los grupos y muestra que, si la institución sigue a estas alturas en pie -pese a los paréntesis de las dos Repúblicas y del franquismo, o sea, con resurrecciones y no mera continuidad-, es porque los hijos han aplicado la cruel máxima de Sigmund Freud de matar al padre: piénsese en lo que hizo Fernando VII con Carlos IV, Alfonso XII con Isabel II o, sin ir más lejos, el propio Juan Carlos con su progenitor. Son hechos tozudos, gusten o no.
La atribulada historia de España muestra que, si la institución sigue a estas alturas en pie -pese a los paréntesis de las dos Repúblicas y del franquismo, o sea, con resurrecciones y no mera continuidad-, es porque los hijos han aplicado la cruel máxima de Sigmund Freud de matar al padre
Eso, en cuanto a los que están (estamos) por la labor. Los del otro lado -los que quieren la ruptura- sacan tajada del hecho obvio de que el río de Valladolid es el Pisuerga y entre ellos se observan menos fisuras, sin duda porque atacar a lo que fue la Corte de los milagros resulta, en ese contexto, muy sencillo. Y es propio de ese tipo de batallas ideológicas -en el fondo, la guerra civil crónica, aunque ahora incruenta, en la que vivimos desde hace tantos siglos, como puso de relieve Francisco Ayala al glosar la puñalada de Montiel de 1369-, no faltan posiciones intermedias o ambiguas, como las del sector PSOE del Gobierno, que afirma que está por salvar la institución –«si hay que renovarla y modernizarla es por su propio bien, porque tal y como estaba no se aguanta y lo que nosotros queremos es que dure»- pero que en otras muchas ocasiones deja traslucir su alma republicana. Las posturas de los equilibristas es lo que tienen.
En suma, que la opinión pública se encuentra muy dividida con respecto a Juan Carlos. Si la función de la monarquía es unificar, convendremos, sea cual fuere la visión de cada quien, que el buen hombre no sirve -nada- a ese cometido. Y es que la polaridad derecha/izquierda se queda corta para explicar la riqueza de matices existente, porque cada quien -y somos más de 40 millones- es un mundo.
La opinión pública se encuentra muy dividida con respecto a Juan Carlos. Si la función de la monarquía es unificar, convendremos, sea cual fuere la visión de cada quien, que el buen hombre no sirve -nada- a ese cometido
4. Lo cierto –volvamos a los hechos, que en efecto se muestran tozudos- es que Juan Carlos ha recibido, en las rías bajas de la provincia de Pontevedra –a donde ha llegado en avión privadísimo y sólo para darse el gusto de unas regatas: no son precisamente gestos de reconciliación con las sufridas clases trabajadoras-, un baño de masas, y además espontáneo, cosa que ha constituido una sorpresa para muchos (y, para una porción de ellos, un disgusto, pero esa es otra cuestión). Así las cosas, llega la hora de preguntarse por las causas. Una vez más, nada resulta neutral y, en cuanto se pone sobre la mesa tal o cual conjetura –pues de ahí no se puede pasar-, resulta imposible que no se desvelen los planteamientos más profundos que subyacen a cada uno. Los sesgos, que suele decirse.
Habrá quien recuerde –vuelve a ser otra realidad- que la sociedad española mantiene, en el fondo, una relación de secreta admiración con ese tipo de personas, como ocurre en Cataluña con Jordi Pujol (el doppelgänger de Juan Carlos) o en Marbella, durante muchos años, con Jesús Gil, que cosechaba aplausos allí donde ponía el pie. Oficialmente son malditos, pero la gente llana tiene sus propias maneras de ver las cosas.
No faltará también quien, profundizando en ese línea, piense que la sociedad se niega a aceptar que, como ha recordado recientemente Gabriel Sanz (Juan Carlos: su pecado, nuestra penitencia). Voz Populi, 18 de mayo, si nuestro hombre llevó la vida loca que llevó –y hasta edades provectas- fue porque todos optaron –optamos- por mirar para otro lado ante lo que era un secreto no ya a voces, sino a grito pelado: los supuestos arcanos constituían evidencias y se mostraban a la luz del día. Rasgarse ahora las vestiduras constituye un rasgo de algo tan ajeno al carácter nacional –tan anglosajón, si se quiere- como la hipocresía. Por supuesto que estamos hablando de un personaje de otra época (Antonio Caño, El rey Juan Carlos en la España actual, The Objective, 20 de mayo, y es que «el rey emérito es el pasado y como tal hay que tratarlo»), pero bien se sabe que hay pasados que resultan –cuanto más cercanos, peor, como apuntó el gran Alfonso Reyes– muy indigestos.
Como tercera interpretación (al igual que las dos anteriores, meramente hipotética) se ha señalado que, el barroco, a los españoles nos gusta el espectáculo –hasta para quemar a la gente viva se montaban decorados teatrales- y que, otra cosa no, pero este hombre es lo que garantiza. Sea para aplaudir, que es lo que ha sucedido, o para abroncar, pero eso es casi lo de menos: depende del día y la hora (y el sitio). La literatura costumbrista consiste precisamente en explicar esos hábitos tan pirotécnicos. Las corrientes sociales profundas resultan muy difíciles de conocer y probablemente aquí se haya juntado mucho de lo que se acaba de señalar. Pero no resulta forzado pensar que los entusiasmos de Sangenjo (por cierto, situada a apenas 44 kilómetros de la localidad de Valga, patria chica de Carolina Otero) tienen su explicación mayor en que muchos se han sentido indignados por lo esquizofrénico y en cuanto tal forzadísimo del razonamiento de los pisuerguistas –podemitas o no-, que alcanza el estadio de lo intelectualmente ofensivo (“se les ve el plumero”). Y ha querido responderles de la manera tan poco sofisticada como suele hacerlo el pueblo llano: tirándose a la calle a gritar. Isaac Newton formuló tres leyes –físicas, no jurídicas, y que por tanto se cumplen siempre: leyes que describen, no que prescriben-, la última de las cuales es la que se conoce como principio de acción / reacción: a cada fuerza se le opone otra de igual magnitud, pero de sentido contrario. F12=F12.