Occidente lleva sufriendo una lenta decadencia desde hace varias décadas, especialmente desde la crisis de 2008, a la que se une la creciente polarización social y el auge de políticas identitarias de toda índole. Esto ha abocado a un sentimiento generalizado de ir a peor, de que nuestros hijos vivirán peor que sus padres, que serán felices pero no tendrán nada.
Nos golpea la dura realidad de la guerra (en nuestras fronteras, porque guerras y conflictos armados el mundo está desgraciadamente lleno), con el riesgo que la invasión rusa se pueda extender a países miembros de la Unión Europea. Es decir, a nosotros mismos.
Con un resultado militar incierto, aunque parece confirmarse la sorprendente incapacidad militar rusa para doblegar al ejército ucraniano, habría una guerra inacabable en el tiempo con un coste humano y económico que dudo pueda ser asumido ni por Rusia ni por Ucrania. Un acuerdo de paz podría ser una salida para el fin de la violencia, aunque estuviese mantenido por un complejo e inestable equilibrio de los intereses de ambas partes, y que parece que se puede vislumbrar a raíz de las negociaciones en curso.
Un fin de la guerra no será en ningún caso una finalización del conflicto. Rusia se sumergirá en una dura crisis con el mantenimiento de las sanciones y su aislamiento internacional. Padecerá una espiral de pérdida de libertades y de represión para poder así mantener su régimen autocrático, ya convertido en una completa dictadura.
En este escenario vuelve a tomar sentido el espíritu del «Mundo Libre» de los años 70 y 80, donde la defensa compartida del modelo de democracia liberal pueda enfrentarse a nuevo telón de acero autocrático, que no dudará en utilizar cualquier medio para debilitar nuestras sociedades y nuestras libertades.
En este escenario vuelve a tomar sentido el espíritu del «Mundo Libre» de los años 70 y 80, donde la defensa compartida del modelo de democracia liberal pueda enfrentarse a nuevo telón de acero autocrático, que no dudará en utilizar cualquier medio para debilitar nuestras sociedades y nuestras libertades
Si queremos prevalecer deberemos enfocarnos al fortalecimiento de los lazos atlánticos en materia de seguridad y defensa, a una apuesta firme por el crecimiento económico y el bienestar de la clase media y trabajadora, eje troncal de nuestra democracia, al robustecimiento de la calidad de nuestras instituciones y a finiquitar las políticas identitarias de confrontación social. Estos elementos, que así resumidos perecen de absoluta lógica, conllevan un cambio de rumbo diametral de las que han sido nuestras prioridades en los casi últimos veinte años, especialmente en España.
Este nuevo marco de prioridades, que no es más que volver a lo que siempre ha sido importante, debería integrar en el “mundo libre” todo el espectro de las democracias consolidadas y también de aquellos países con serias aspiraciones a serlo: Europa, Norteamérica, las democracias latinoamericanas, y los países democráticos de Asia con Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur y Japón a la cabeza.
Un enorme espacio geográfico y social de seguridad mutua, de desarrollo económico y de prosperidad para sus ciudadanos que sirva de referente ideológico global, con la firme convicción que la democracia y la libertad son el único camino.
Con la esperanza, y también la convicción, que las dictaduras latinoamericanas en Cuba, Venezuela y Nicaragua realizarán su transición democrática y que más pronto que tarde la excepcionalidad del Este de Europa (Rusia, Bielorusia y la “aún soviética” Transnitria) se integrarán algún día al mundo libre.
Un sueño de democracia desde Tierra de Fuego a Terranova y desde Oporto a Vladivostok.