Hèctor López Bofill, profesor de la Universitat Pompeu Fabra, ha cometido recientemente varios tweets dedicados a las contradicciones del independentismo. El primero reza: «Se admite resignadamente que mueran casi 25.000 personas de covid-19 y nos produce un terror absoluto que muera alguien como consecuencia de un conflicto de emancipación nacional.» Dicho de otra manera, aprovechando que ahora nos sentimos todos más vulnerables, estaría bien que perdiésemos el miedo a poner unos cuantos muertos para que se vea que la cosa va en serio.
Hèctor López Bofill es lo que en Francia llaman un «va-t-en-guerre». El Petit Robert lo define, entre otras cosas, como un «partidario de la fuerza para la resolución de un conflicto». El Larousse añade: «Fanfaron toujours prêt à combattre.» No hay nada que objetar desde un punto de vista histórico, porque así son las cosas. Instigar la secesión de un territorio, desde dentro o desde fuera, se considera no ya un golpe de estado sino un acto de guerra. La contradicción fundacional del independentismo de estos años es que nunca nos ha convocado a la guerra, como hicieron Macià en los años 20 y Terra Lliure en los años 80; sino que nos ha convocado a una fiesta de la democracia y a una revolución de las sonrisas.
¿Qué pasa si hay muertos?
La dirección de la UPF se ha visto en la necesidad de emitir un comunicado para dejar claro que la frase de López Bofill «no refleja ni la visión ni los valores de esta universidad», algo que ha dejado «estupefacto» a Vicent Partal porque, dice, «no fue dicha en ningún ámbito académico ni hace referencia alguna a esta universidad donde es profesor». Nadie duda que fue una afirmación hecha a título personal, pero es de suponer también que no se trató de una ocurrencia fugaz sino de una visión de las cosas que sin duda se refleja en su magisterio. Si la UPF es la universidad española mejor situada en el ranking de Times Higher Education, no es extraño que su dirección se preocupe por que nada empañe la imagen que proyecta en el mundo.
El paso siguiente es convertir al profesor en una víctima de la libertad de cátedra y de la libertad de expresión. También en Vilaweb, Joan Ramon Resina —La disposició hamletiana de la UPF—, después de una prolija evocación del maccarthismo, concluye: «El contenido del tweet es discutible, como toda interpretación política de la realidad, pero intelectualmente defendible a poco que se conozca la historia de la descolonización en general y de las luchas de independencia del imperio español en particular.» He aquí cómo, después de aspirar, democrática y pacíficamente, a constituir un nuevo estado dentro de la Unión Europea, nos hemos vuelto un virreinato de las Indias Occidentales en vísperas de un levantamiento.
Partal niega que la frase de Bofill sea «un llamamiento a ejercer la violencia contra España para conseguir la libertad» —Sobre la UPF, López Bofill, la violència i el colonialisme assumit—, pero «¿qué pasaría si lo fuera?». Pues pasaría exactamente lo que está pasando, que el rector está preocupado y que los medios prestan más atención a dicha frase que a todos sus trabajos académicos.
«¿Dónde estaría el problema si un profesor universitario dijese o explicase que el conflicto nacional entre España y Cataluña puede implicar que haya muertes?» No hay ningún problema. Es elemental que puede haber muertos. No hace falta tener estudios universitarios para verlo. Lo ha dicho bastante gente y lo ha pensado mucha más gente todavía. La diferencia es que la mayoría lo han pensado con temor, y el profesor lo afirma con mal disimulado deseo.
El Estado inconcebible
En un tweet que sigue al anterior afirma otra contradicción del independentismo: «Querer un estado y al mismo tiempo rechazar los mecanismos coactivos que definen un estado y que lo hacen viable.» López Bofill empezó militando en ERC y ha acabado en JxCat, después de pasar por numerosas facciones y grupúsculos intermedios, por lo que debe estar familiarizado con el embrollo de la propaganda independentista. Por una parte, se anuncia como objetivo final el alumbramiento de un nuevo estado dentro de la Unión Europea, algo muy difícil pero concebible; por otra parte, se pasan por alto elementos fundamentales, como el procedimiento a seguir para vencer la resistencia del Estado existente —lo de cortar carreteras de vez en cuando ya se ha visto que no va a ninguna parte— y qué potencia exterior intervendría para imponer una solución —lo de los 10.000 soldados rusos suena más bien a especulaciones de bar—, y finalmente se atribuye al nuevo Estado unas características utópicas —como la ausencia de ejército y de política de defensa, y el «derecho a decidirlo todo»— que lo hacen inconcebible. La cuestión es cómo hemos podido llegar hasta aquí con tal exceso de fantasía. Nunca es demasiado tarde para decir la verdad, pero los fieles están acostumbrados a que les mientan, y no les va a ser fácil, a los líderes que aún quieren volverlo a hacer, plantear el desafío en términos realistas.
La tercera contradicción que expone Bofill es: «Hablar de “confrontación democrática” (…) y no admitir (…) que para hacer una independencia hacen falta cosas más allá de la democracia.» La democracia es un método para elegir representantes y la secesión es un acto de guerra, ya lo sabemos; pero los dirigentes del proceso a la independencia nos lo vindieron de otra manera. Si han cambiado de opinión, que lo digan abiertamente. La postura de López Bofill está clara; la de los demás, en general, no mucho.
En la cuarta contradicción reincide en la habitual provocación de temor apocalíptico: «Saber que en un gobierno español ultra PP/Vox la represión será brutal y no hacer nada por acelerar AHORA el proceso y ahorrarnos la catástrofe.» Y en la quinta y última, por ahora, cae en la tentación del más difícil todavía: «Querer un estado sin que España tiemble demasiado, cuando todos sabemos que el pleno reconocimiento internacional de la República Catalana sólo puede llegar con la disolución del Reino de España.»
Un discurso anticolonialista catalán
En el artículo antes citado, Vicent Partal quiere liberarnos del «tabú de la violencia». Puesto que ellos, los españoles, ejercen «la violencia de forma cotidiana contra nosotros, en los tribunales, con las armas, en los restaurantes o las consultas médicas, con los insultos, con las leyes o como sea», bien tendremos que responder tarde o temprano. Para ello, para interpretar a Cataluña en clave tercermundista y retratar el independentismo de hoy como un movimiento emancipador anticolonial, recurre a autores como Edward Said; Malcom X, con su «deber de descortesía»; Frantz Fanon, quien dijo que «la violencia desintoxica al individuo, lo que se vio claramente, y lo experimentamos, en la batalla de Urquinaona», y Aimé Césaire.
Este último, en un artículo del año pasado —Lectures de vacances: per un discurs anticolonialista català</a>—, le inspiró esta reflexión: «El racismo y el desprecio a quienes los colonialistas consideran inferiores, como nosotros, sigue vivo y somos víctimas de él. Porque el autoritarismo todavía es la herramienta de control social y nos sigue afectando. Y porque las democracias europeas persisten en el cinismo de mantener la democracia para algunos, en el centro, mientras persiguen e hacen imposible la vida de los demás, en la periferia, si ésta se insubordina.»
Seguramente, Partal hace años que entiende la cuestión catalana como parte de un movimiento revolucionario mudial, pero la inmensa mayoría de la gente que el proceso movilizó no se han sentido en ningún momento ni descendientes de esclavos, ni herederos de tribus africanas sometidas por potencias lejanas; entre sus agravios no está el de haber sido colonizados por nadie. Ni su lengua ni su religión ni sus leyes y costumbres fueron impuestas por las huestes de Felipe V, ya estaban aquí.
El del anticolonialismo no es un argumentario muy sólido ni convincente, pero hay que seguir calentando los ánimos, que si no, se enfrían.