Como las series de presupuesto bajo en ideas, los nuevos episodios de la segunda temporada del proceso independentista se suceden siguiendo esquemas ya experimentados. El diario Ara ofrece unas declaraciones de Jordi Cuixart —«una estrella del rock político», según el entrevistador Antoni Bassas— en las que renueva solemnemente la consigna movilizadora: Por responsabilidad hemos de volver a presionar a los políticos.
Es la vieja idea, tan apreciada por las bases independentistas, de que «el pueblo manda, y el gobierno obedece». En la versión catalana del populismo, no son los políticos quienes invocan y convocan al pueblo, sino el pueblo quien arrastra a los políticos y hace que las cosas sucedan. «President, posi les urnes«, gritaba Carme Forcadell ya en 2014, como si la idea hubiese sido suya o de los asistentes a la manifestación que la aplaudían. No; el presidente decidió «poner las urnas» y decidió también poner previamente a la multitud enfervorecida para justificar su decisión. Por supuesto, a nadie le obligaron personalmente a pedir ninguna consulta popular no referendaria, como en 2014, ni ningún referéndum de autodeterminación, como en 2017, ni a ir a votar; pero para aunar a gente tan diversa en un movimiento organizado hizo falta el poder político como causa eficiente.
Persiste Cuixart en la idea contraria: «La única manera de que se pueda trazar una estrategia compartida es presionando a los políticos para que escuchen la voz de la ciudadanía.» Es decir, hay que presionar a los políticos porque, si no, no harán nada. En realidad, son los políticos independentistas quienes reclaman ser presionados para seguir con el proyecto que da sentido a su carrera. Otra falacia: la ciudadanía tiene una sola voz y es una voz independentista. Es evidente que no; pero cierta parte de la ciudadanía quiere que sea la suya la única que se oiga, y nada mejor que una buena movilización para abrir telediarios.
Levantar al rey de su silla
A la pertinente pregunta sobre si va a conseguir movilizar a tanta gente como antes, esgrime la carta de la represión y persiste en la idea que somos un solo pueblo: «¿Cuál es el objetivo de la represión en Cataluña? Dividir a los que luchan. Y como sociedad, no estamos divididos. Si acaso, la fractura social que hay en Cataluña está entre la gente que puede llegar a fin de mes y la gente que no, y es por eso, precisamente, que interpelamos a la sociedad catalana a resolver el conflicto político entre Cataluña y el estado español (…) Lo que nos dicen las encuestas y los resultados electorales es que, en un escenario de normalidad democrática, en Cataluña existe el sentimiento mayoritario de poder ejercer el derecho a la autodeterminación. Y el hecho de que el Estado actúe con violencia no puede ser un límite a una legítima aspiración de cualquier comunidad nacional como es ejercer este derecho de la autodeterminación.»
Primero uno tiene un proyecto y luego busca en encuestas y elecciones las cifras que lo apoyen, si hace falta mediante redondeos al alza y sumas abusivas —como es el caso de la «victoria del 52%» en las últimas elecciones autonómicas—, y qué más da si eso ahonda la división social, ya que «somos un pueblo en construcción permanente». Toda construcción implica incorporar unos elementos y excluir otros, por consiguiente esto puede acabar en una situación tautológica: todo el pueblo es independentista porque quien no es independentista no forma parte del pueblo. Ya dijo David Álvaro que el proceso ha sido una operación de ingeniería social y lo sigue siendo.
Es significativo que Cuixart mencione varias veces el 3 de octubre de 2017, día de una huelga general amenizada con grandes manifestaciones en muchas ciudades y numerosos cortes de carreteras, como continuación y sostenimiento del desafío que representó el referéndum: «La ciudadanía, en Cataluña, el 1 y el 3 de octubre tuvo todo el poder, pero no supimos convertirlo en fuerza. Tuvimos el poder de levantar al rey de España de su silla, y los políticos no supieron traducir esta fuerza en una acción política. Y, por tanto, lección: si queremos volver a hacerlo hace falta unir tres elementos, como son la capacidad de movilización masiva, la lucha no violenta y el poder en las urnas. Hoy estos tres elementos no se dan.»
La trampa del Estado
Aunque siempre dice que no quiere hacer reproches, está claro aquí el reproche a los políticos que no supieron etc etc, como si él mismo no fuera un político y como si los otros no hubieran estado implicados, en mayor o menor medida, en todo el movimiento. Está claro que pusieron toda la carne en el asador y llegaron hasta donde llegaron, muy lejos de levantar al rey de su silla, aunque ahora haya que decirlo para levantar la moral. Y es curioso el énfasis puesto tantas veces en el jefe del Estado: si uno aspira a independizarse no debería importarle un detalle como ése del Estado que quere dejar atrás. Tal vez es un cable que le mantiene unido a la extrema izquierda —si nos ayudaís con esto, os ayudaremos con lo otro—, por eso habla siempre de «luchas compartidas».
El entrevistador le pregunta si fue un error «abandonar las calles» el 3 de octubre o, antes, el 20 de septiembre, cuando se realizaron numerosos registros en varios departamentos de la Generalitat y en el de Economía se fueron concentrando miles de manifestantes a lo largo del día, lo que culminó con varios vehículos de la Guardia Civil destrozados. Cuixart ofrece su interpretación algo novelesca del suceso:
«Lo que hicimos el 20 de septiembre fue desarticular la trampa del Estado, una operación calculada de dejar armas en los coches abiertos, sin ningún tipo de cordón policial (…) El Estado quería que el 20-S hubiera violencia. A las 10 de la mañana dije por la radio que la concentración terminaría a las 12 de la noche. Veíamos que había grupos de personas que no eran las habituales, y evitamos caer en la trampa. Ese día no estábamos organizados.»
Como trampa, no es muy sofisticada. Y tratándose de manifestantes pacíficos, hay que pensar que no se les habría ocurrido coger ningún arma. Puestos a hacer caer en la tentación armada a algún que otro activista, es fácil imaginar maneras más discretas y efectivas de hacerlo. Pero queda en pie una duda. Otro día, más adelante, mejor organizados, en una situación parecida, ¿qué sucedería?