El último premio Planeta no ha dejado a nadie indiferente. Han sido días muy revueltos en las secciones de Cultura de los medios de comunicación y también en ese epicentro del debate abierto que es Twitter. Carmen Mola se proclamaba ganadora con la novela ‘La bestia’ y se llevaba el millón de euros. Llegaba entonces el momento de quitarse la máscara, de conocer su voz, de saber verdaderamente quién se escondía detrás de aquel pseudónimo… Y para sorpresa de muchos y regocijo de unos pocos, Carmen Mola eran tres tipos: Antonio Mercero, Agustín Martínez y Jorge Díaz.
«Para sorpresa de muchos y regocijo de unos pocos, Carmen Mola eran tres tipos: Antonio Mercero, Agustín Martínez y Jorge Díaz».
Lo que vino después me avergonzó y me desternilló a partes iguales. El uso del pseudónimo por parte de estos tres varones era, según una parte del público, un as del patriarcado. Una auténtica jugada maestra para joder a las mujeres y despreciar a todas aquellas autoras que a lo largo de la historia se habían visto obligadas a escribir con pseudónimo para poder publicar sus obras. De repente, los premiados cargaban con semejante responsabilidad y había que recriminárselo con firmeza: perjudicaban a las mujeres, oprimían a las autoras y contribuían a la desigualdad.
«Según una parte del público, un as del patriarcado. Una auténtica jugada maestra para joder a las mujeres y despreciar a todas aquellas autoras que a lo largo de la historia se habían visto obligadas a escribir con pseudónimo para poder publicar sus obras»
La cuestión nunca fue saber los motivos que llevaron a estos tres autores a escribir con un perfil anónimo, como si acaso esto no constituyera un derecho en nuestra sociedad. ¿Querían evitar las etiquetas? ¿Respondía la iniciativa a una actividad divertida entre amigos? ¿Recurrieron a ese anonimato para opinar con mayor libertad? ¿Era una estrategia de marketing? ¿Lo hicieron porque, simplemente, les dio la gana y podían hacerlo sin violar los derechos fundamentales de las personas?
En este desvarío lo único que importaba era asignar categorías: opresores versus oprimidas. Con la salvedad de que esta vía, lejos de contribuir a la igualdad entre mujeres y hombres en el mundo editorial, alimentaba la guerra de sexos y los estereotipos de género. Por ejemplo, ante el hecho de que Carmen Mola eran tres tíos, se juzgaba que eran (supuestamente) incapaces de sentir empatía por la discriminación que pudieran sufrir las autoras tanto ayer como hoy en el mundo editorial. Es decir, se les señalaba como insensibles, infames, caraduras… ¡Unos bastardos oportunistas!
«¿Querían evitar las etiquetas? ¿Respondía la iniciativa a una actividad divertida entre amigos? ¿Recurrieron a ese anonimato para opinar con mayor libertad? ¿Era una estrategia de marketing?»
De forma similar, se sugería que ‘era evidente’ que las novelas de Carmen Mola las había escrito un hombre, como si esto pudiera deducirse fácilmente de su escritura. De repente, el acto humano de investigar se convertía en una formulación de casualidades (y no causalidades) y subjetividades excesivas. Es cierto que se puede llegar a un descubrimiento por casualidad o a través de una reflexión lógica. Sin embargo, lo que subyacía ante la noticia de que Carmen Mola olía a macho era una justificación de lo más rancia y sexista. Por ejemplo, algunas pesquisas aludían que se trataba de ‘un tío’ por su forma de describir los cuerpos femeninos o porque sus obras estaban cargadas de crudeza, violencia, sadismo… Sí, como si acaso una mujer no pudiera escribir con semejante brutalidad, como si la imaginación tuviera ahora que desplegarse con ‘perspectiva de género’.
Obviamente, toda mujer que se atreva a poner en duda estos argumentos se expone al juicio de mala feminista o amiga de los hombres (sí, como si tener amigos varones fuera un valor en detrimento de la igualdad de género). A esas alturas de mi vida, hay calificativos que ya no me importan. Lo que sí me importa es que argumentos como los anteriores se utilicen bajo el paraguas del feminismo cuando, paradójicamente, refuerzan las normas sociales o de género.
Aunque haya muchas voces que se solidaricen con la causa, persiste una visión confusa de lo que significa e implica el feminismo. Y, en esa ceguera intelectual, hay quien cree que lo iliberal es lo subversivo, que lo justo es la persecución, que la igualdad es una política del resentimiento. Aquellos que crean falsos enemigos para reivindicar su condición de oprimidos o discriminados, más allá de tener un comportamiento inmoral, exponen su desprecio a la igualdad y a la justicia. Solamente buscan reforzar sus identidades, parapetar sus guetos y preservar su sectarismo cultural. Si lo pienso, esto no se diferencia tanto de lo que muchos intelectuales (varones) hacían en el siglo XVIII o XIX con las mujeres.
«Hay quien cree que lo iliberal es lo subversivo, que lo justo es la persecución, que la igualdad es una política del resentimiento»
El problema no está en reivindicar las obras de las autoras, en cómo éstas puedan recibir menos atención por parte de la crítica o en visibilizar que hubo un tiempo donde las mujeres tenían que ocultar su identidad para ser valoradas por su talento. Con respecto a esto último tenemos desgraciadamente muchos ejemplos a lo largo de la historia como las hermanas Brönte, Carmen de Burgos, Aurore Dupin, Cecilia Bohl de Faber o más recientemente, el caso de J.K. Rowling. Estas reivindicaciones son lícitas y exigen un trato igualitario, de carácter universalista. Es decir, no se busca un trato diferenciado o privilegiado sino el fin de las discriminaciones.
Lo que resulta problemático es defender, bajo criterios genitales o de género, que el derecho a la palabra, a la creación, a la imaginación, al arte o a la privacidad son deseables y correctos solo cuando la protagonista es una mujer. Este simplismo reproduce el mundo de rosas y azules, de buenas y malos… Tanto es así que parecen imposible los intercambios, la amalgama, las luchas compartidas y los espacios comunes entre mujeres y hombres.
«Lo que resulta problemático es defender, bajo criterios genitales o de género, que el derecho a la palabra, a la creación, a la imaginación, al arte o a la privacidad son deseables y correctos solo cuando la protagonista es una mujer»
Habrá gente a la que esto le de lo mismo y quiera vivir su activismo paranoico sin reflexionar sobre su alcance y consecuencias. Sin embargo, otras renunciamos a este sectarismo. En consecuencia, aceptamos que Carmen Mola sea otra figura maldita, una ficción imperfecta y un motivo de decepción, aunque esta vez con un conjunto de buenas historias.