Menos es más. El minimalismo es una tendencia artística que puede tener sus defensores y sus detractores. En política no es tan defendible pero también existe: más vale que seamos menos, porque seremos mejores. Desde luego, no es un planteamiento democrático. Las vanguardias revolucionarias del siglo pasado, fascistas o comunistas, grupos selectos y bien disciplinados dispuestos a tomar el poder ante la pasividad de la mayoría, demuestran que con menos se puede hacer mucho. El movimiento independentista, a falta de un balance positivo que justifique el esfuerzo realizado durante estos últimos años, y para paliar la evidencia de ser menos, necesita encontrar argumentos consoladores para convencerse de lo mucho que puede hacer todavía.
El de la «victoria del 52%» en las últimas autonómicas, el pasado febrero —cifra bastante discutible—, duró poco ante el hecho, nada sorprendente, que el gobierno de coalición entre ERC y JxCat está lejos de tener la mínima cohesión necesaria para gobernar la administración catalana, no digamos para afrontar una estrategia de confrontación más allá de las declaraciones recurrentes en torno a «culminar la independencia».
Otro argumento consiste en mantener la ilusión de que un día se celebrará un referéndum de autodeterminación, como declaró el presidente Aragonès al diario argentino La Nación:
«Una Cataluña independiente tiene todo el sentido dentro de la Unión Europea, como país, como nación (…) Hay instrumentos en la Constitución para que se pueda llevar a cabo un referéndum de esas características [como en Escocia]. Sabemos que no es una cuestión baladí, que pueda decidirse con un debate simple, sino que necesitamos una deliberación ciudadana y marcar una fecha a través de una negociación con el Estado para que sea la ciudadanía la que decida y respetaremos su decisión».
Tambén está, ante la evidencia de ser menos, la ilusión de poder ser más drásticos. Es lo que venía a decir hace poco Andreu Barnils, el pasado día 9 en Vilaweb —Quan els indis callen, alguna cosa tramen—, ante el dato de que «según las encuestas el 80% de los catalanes no está a favor de acciones unilaterales»: pues «bienvenidos al 20%». Seremos menos, pero podremos hacer más. Porque todos esos manifestantes pacíficos, tanta gente desfilando ordenadamente, tan tiquismiquis y con tantos escrúpulos, son un estorbo para los que quieren preparar acciones contundentes y están dispuestos a todo —los que entienden con pacifismo no se llega a ninguna parte: no es un montaje, lo dicen ellos y lo publicó el Món—. Basta de muchos dando la cara, mejor pocos a escondidas.
¿Un pueblo sin dirigentes?
El argumento más persistente es el de la apelación al buen pueblo, en contra las elites políticas, siempre dispuestas a traicionarlo; la idea básica de todo populismo. A la perfección lo hace Vicent Partal en Vilaweb —Per entendre que la victòria és a l’abast, primer cal saber on mirar—, rememorando la «ola histórica de protestas» consiguiente a la publicación de la sentencia a los líderes del proceso el 14 de octubre de 2019:
«Podemos mirar los cuatro años que han pasado desde la proclamación de la independencia —o los dos que han pasado desde la sentencia y la reacción de la gente— con los ojos fijos, como con anteojeras, tan sólo en las apariciones de la clase política. O podemos mirar a la gente con admiración y ver cómo va haciéndose cada vez más dura, más madura, más consciente. No veremos, ni mucho menos, el mismo país si miramos aquello o esto. Ni las mismas posibilidades. Ni las mismas perspectivas de futuro».
Aquellos días de octubre «la gente», en realidad unos cuantos miles de personas, protagonizaron episodios tan edificantes como la ocupación del aeropuerto del Prat (108 vuelos cancelados), el sitio a la jefatura de la Policía Nacional —la célebre «batalla de Urquinaona»— y numerosos cortes de carreteras y vías de ferrocarril. Mirando hacia atrás con nostalgia, Partal dice que aquel episodio de disturbios «nos hizo pensar a todos que si lo que habíamos vivido esa semana lo hubiésemos vivido el 28 de octubre de 2017 la historia hoy sería otra». A todos los que lo organizaron, se supone.
Un episodio que en el imaginario independentista subversivo empieza ya a tener más importancia que la misma declaración de independencia del 27 de octubre de 2017, y es muy útil para la guerra civil interna que protagonizan los que a pesar de todo aún siguen gobernando la Generalitat. Aquel episodio, nos cuenta, sucedió cuando «la maniobra de una parte del independentismo para aparcar el proceso hacia la independencia había comenzado». En cuanto a sus protagonistas —entre los que hubo «más de doscientos detenidos, veintiocho encarcelados y tres expulsados a Marruecos»—, «los partidos políticos querían frenarlos y se encontraron con que ya no podían hacerlo».
Partal es lo bastante honrado para reconocer que, sobre todo a partir de «la formación del gobierno autonomista (…) que ha llevado a los políticos a correr para reubicarse en lo que ellos creen que es un nuevo escenario», existen «toneladas de desencanto, de desesperación, de golpes en el pecho y juramentos encendidos para exclamar que nunca seremos libres ni merecemos serlo»; pero una vez más recurre a invocar ese extraño sujeto colectivo llamado «la calle», destinado a protagonizar las más grandes hazañas jamás vistas:
«El proceso de independencia nos enseña que es la presión de la calle que da órdenes a la clase política, que hace operativos y reales los cambios. La calle es el dueño del miedo, personal y político, de consejeros, diputados, cargos bien pagados del “sotagovern”[traducción del término italiano sottogoverno, que significa, más o menos, los fontaneros de la política], spin doctors y profesionales arrimados de todo tipo y condición. Porque al final ellos, sin la calle, sin la decisión de la calle, no son gran cosa. Y la calle, los ciudadanos, todos nosotros, hemos aprendido más estos últimos cuatro años que lo que habíamos aprendido los siete anteriores. ¿Que esto no es suficiente? Está claro que no. Que es mucho, muchísimo, también. Que si tengo que elegir prefiero un pueblo sin dirigentes que dirigentes sin pueblo.»
El mejor truco del diablo es persuadirnos de que no existe y el mejor truco de los políticos es movernos en la dirección que quieren habiéndonos convencido de hacerlo por iniciativa propia. La idea que puede haber «un pueblo», o «una calle», de donde surgen espontáneamente acciones orientadas a derribar un Estado, obedeciendo a una estrategia que no ha sido creada por nadie, es demasiado fantástica para sostenerla en un discurso medianamente racional. Pero para eso están los medios públicos y concertados, para dotar de aura heroica y de trascendencia histórica a los encontronazos con la policía y al sabotaje impune de tantas vías de circulación; para decirles, a los que tomaron algunas calles aquellos días, que más pronto que tarde se recogerá el fruto de sus esfuerzos. A ver si se animan para volverlo a hacer un día de estos.