Se acerca el 11 de septiembre, y eso significa hablar de la movilización independentista consiguiente; los actos oficiales hace años que no interesan a nadie. Como dice Lola García en La Vanguardia —La cuerda se destensa—, «éste es uno de los inicios de curso político más plácidos que se han vivido en Catalunya en el último decenio»; pero por supuesto que se avecina otra gran movilización, aunque «nada que ver con los preparativos de los otoños calientes de años pasados. La temperatura ha caído».
En la publicidad de la ANC figura «11/S 1/O», como queriendo asimilar la caída de Barcelona en 1714 al referéndum de 2017. El lema es Tornem al carrer: Lluitem i guanyem la independencia. En catalán, esas tres formas verbales se pueden entender tanto en indicativo como en imperativo: volvemos a la calle, o volvamos a la calle. Está convocada una manifestación en Barcelona, a las 17:14, que empezará en Urquinaona, bajará por Via Laietana, y seguirá por el Paseo Isabel II hasta el Parque de la Ciudadela. Un objetivo que queda bastante lejos de las grandes exhibiciones de masas de otros tiempos.
La presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, afirma haber detectado que «la gente vuelve a tener ganas de salir y movilizarse». Salir, seguro; movilizarse, está por ver. Las medidas de prevención debidas a la pandemia y la prevención ante el uso del transporte público podrían disuadir a más de uno. Pero el principal adversario será el desencanto político, el hecho de no ver «un horizonte a corto plazo», después de tantas convocatorias en que se afirmaba rotundamente que la independencia estaba a punto de llegar.
Cada año, durante los días previos a la manifestación, la ANC juega con la idea que no hay bastante gente apuntada, para dar el espaldarazo final. Este año, con un objetivo más modesto, la ANC también conseguirá lo que se propone, es decir, llenar el recorrido, incluso desbordarlo, y finalizar diciendo que el éxito ha superado con creces las previsiones y que ahí está el pueblo reclamando la independencia una vez más y con más fuerza que nunca. La ANC, en cuanto a las movilizaciones, siempre se plantea retos que puede conseguir.
No habrá estabilidad
En declaraciones a Europa Press, Paluzie anuncia que «aquí no habrá estabilidad, el conflicto seguirá» y «tendrá costes más o menos asumibles, tanto para España como para Cataluña». Como si no tuviésemos bastantes problemas, habrá que asumir más costes, provenientes, no de una catástrofe natural, no de una pésima gestión, sino por iniciativa de un grupo de presión que se arroga la representación de todo un pueblo.
Dice Paluzie que, «si lo que se quiere es estabilidad y progreso, aquí lo que hay que resolver es el conflicto catalán», es decir, no los grandes problemas de Cataluña, sino el mismo conflicto que estos últimos años han estado creando con la exorbitada exigencia de un referéndum de autodeterminación. Conviene que quede claro ya si el gobierno de la Generalitat es partidario de la estabilidad y del progreso (como dice), o bien del conflicto (como parece), porque son tendencias contrarias y porque la ambigüedad puede sostenerse unos meses pero no durante años.
Especialmente le preocupa que «una parte del independentismo político», léase ERC, pueda acabar aceptando «alguna propuesta que implique más autogobierno, alguna reforma del delito de sedición en el código penal…», es decir algo para ir tirando, y abandone el planteamiento de independencia aquí y ahora, que es a lo que aspiraba el golpe del 2017.
Hemos de suponer que habla en nombre de toda la ANC cuando dice que conviene «fortalecerse para hacer otro acto de unilateralidad que, esta vez, tenga muchas más probabilidades de éxito que en 2017». La misma gente haciendo las mismas cosas. La misma gente que tan claras vio las probabilidades de éxito en 2017 está convencida que habrá una próxima vez y que tendrá éxito.
El discurso de Paluzie es muy parecido al de la diputada Marta Madrenas (JxCat), lo que puede sorprender a nadie: el truco consiste en «desestabilizar el Estado español para que sienta la necesidad de negociar».
Sorprende la alegría y la sensación de impunidad con que cargos públicos alimentan la idea de «desestabilizar» el Estado —pasando por alto que los primeros desestabilizados vamos a ser los que dependemos directamente de los desestabilizadores—, como si de la desestabilización de una democracia pudiera surgir nada bueno. La historia lo desmiente. Mucho tendrían que cambiar el Código Penal, y las definiciones de sedición y rebelión, para que estas formulaciones, en caso de materializarse en actos, fueran exculpadas.
Kosovo, el ejemplo a seguir
Quim Torra ha puesto otro de sus granitos de arena para torpedear no sólo la mesa de negociación entre el Gobierno central y la Generalitat, sino cualquier diálogo posible; si lo primero es grave viniendo de un ex presidente, con lo segundo queda bien retratado para la posteridad. Lo ha hecho en un artículo publicado en Vilaweb el pasado día 26: Vuit punts per a complir el projecte del president Barrera.
Prescindamos por ahora de su apropiación de la figura de Heribert Barrera (1917 – 2011), como si hubiera continuidad de proyectos entre uno y otro. Barrera puede ser calificado de independentista, pero no tenía un proyecto independentista. Torra tiene un proyecto, pero difícilmente Barrera lo respaldaría, aunque sólo fuera por sentido común.
Torra descalifica de entrada los dos años de margen para el diálogo que se marcó el actual gobierno de la Generalitat, que acaba de cumplir 100 días: «No hay ninguna razón objetiva para esperar en el proceso de concretar lo que la ciudadanía votó el primero de octubre de 2017 en un referéndum convocado por el gobierno de la Generalitat de acuerdo con las leyes aprobadas legítimamente por el Parlamento de Cataluña.»
Hecho aquel referéndum, y al cabo de cuatro años de no concretar nada, no hay nada que negociar, dice Torra; la mesa de diálogo «nos debilita y distorsiona el mensaje de una Cataluña constituyente». Únicamente, «el diálogo y la negociación deben producirse para garantizar la minimización de daños en el proceso de creación del estado independiente y de separación de España». Habla como si fuera Napoleón después de cualquier batalla en la que ha conquistado un nuevo país, dispuesto a negociar sólo el intercambio de prisioneros.
Queda claro pues que el proyecto secesionista comporta que haya «daños», que no se trata de una estrategia en la que todos ganan, como decía Àrtur Mas en sus tiempos. Es más bien todo lo contrario, visto el argumento de autoridad que presenta: «No se puede esperar un año y medio más a tener un programa de acción… El precedente de la sentencia del Tribunal Internacional de la Haya sobre el referéndum de Kosovo es la vía a seguir». Como si de la confirmación del desenlace de las guerras balcánicas de los años 90, por la vía de los hechos consumados, pudiese derivarse un derecho universal a la secesión.
¿Valía la pena?
Toni Clapés, presentador del programa de radio Versió RAC1, entrevistado en Vilaweb, se pregunta si valía la pena: «El Primero de Octubre se hizo un embate que se perdió porque no estaba bien preparado. No sé hasta qué punto nos engañaron. Pero se perdió. Y con las elecciones, nos quedamos como estábamos. Ahora recogemos las consecuencias de aquella derrota, que han sido catastróficas. Gente en prisión, represaliada, con los bienes embargados. Y te dices: “¿Realmente valía la pena?” Yo no lo tengo tan claro. Tengo claro que si haces un referéndum de este tipo, tienes que ir hasta las últimas consecuencias. Dicen que era un pulso al gobierno español. Pero si los gobiernos españoles siempre en la historia nos han destrozado. No entendí nunca esta película. Ni la entiendo.»
«Embate», o sea un golpe impetuoso del mar, es un término metafórico reciente que ha venido a substituir al «choque de trenes», que se decía entonces. Decir que el asunto no estaba «bien preparado» es quedarse muy corto. Es difícil contestar a la pregunta de «hasta qué punto nos engañaron» sin profundizar en la conciencia de cada uno de los protagonistas del momento y dilucidar hasta qué punto se habían autoconvencido del engaño o hasta qué punto esperaban al último momento para saltar del tren en marcha antes del choque.
No hay que hacer mucha memoria para recordar cómo los comentaristas decían o al menos insinuaban que los líderes del proceso sabían más de lo que podían decir en público, guardaban ases en la manga y tenían apoyos internacionales comprometidos para el momento decisivo. Cualquiera de ellos que ahora diga que lo volverá a hacer —que volverá a hacer «otro acto de unilateralidad» con «más probabilidades de éxito», como dice Paluzie— deberá superar la pérdida de credibilidad que supuso aquel intento, a partir del cual ya todo el mundo les ha tomado la medida.