Azote del feminismo hegemónico y de la izquierda identitaria, Rebeca Argudo lleva un tiempo pisando todos los charcos posibles que se le ponen por delante, tanto en sus columnas en El Español como en los reportajes y entrevistas que publica en La Razón junto a Julio Valdeón —sin olvidar, por supuesto, su faceta como polemista en las redes sociales, que le ha granjeado tantos aplausos como denuestos. En esta conversación, Argudo aborda con su desparpajo característico asuntos tales como el caso Plácido Domingo, el lenguaje inclusivo, el aniversario del 15-M o la ley del solo sí es sí.
En una de sus últimas columnas denuncia que el caso de Plácido Domingo «normaliza la indecencia».
Es que me parece indecente que se pretenda la muerte civil de alguien. Y con Plácido Domingo es lo que ha ocurrido. Recordemos que no ha habido una denuncia formal, sino solo unas declaraciones a una agencia de prensa en las que únicamente una de las personas ha dado su nombre y apellidos. Y esa persona, hasta el día antes de que todo se hiciese público, seguía exhibiendo en sus redes que había trabajado durante años con Plácido Domingo. No quiero juzgar a nadie, pero a mí me acosa alguien y no tengo su nombre al lado del mío diciendo: «¡Atención, he trabajado con esta persona!». ¡No querría saber nada de ella! En cuanto al resto de testimonios, son anónimos. Así, dar por válida lo publicado es un acto de fe. Yo podría sacar mañana una nota asegurando, por ejemplo, que ocho estudiantes fueron abusadas por Pedro Sánchez en la Universidad. ¿Valdría de algo esa acusación sin aportar nombres ni denuncia?
«La izquierda identitaria persigue la igualdad a base de compartimentarlo todo hasta extremos delirantes, separándonos y dividiéndonos»
Sin embargo, la censura en el caso de Domingo ha funcionado y se le ha cancelado, dado que no puede trabajar en teatros públicos en España. Y en la actuación que llevo a cabo hace poco en Madrid, enseguida apareció un cargo público como Irene Montero diciendo que cómo a la gente se le había ocurrido aplaudir, haciendo además la equivalencia «te aplaudo, luego estoy legitimando el abuso sexual». Oiga, señora, está usted muy loca. Que yo aplauda a este señor porque canta como Dios no significa que apruebe el abuso sexual. Y la afirmación es muy delicada porque Montero tiene un cargo público, no es una voz cualquiera sino una con responsabilidad. En definitiva, me parece gravísimo.
Por otra parte, ha criticado que en algunas escuelas estadounidenses han retirado de sus programas de lectura Matar un ruiseñor o Las aventuras de Huckleberry Finn porque incluyen términos racistas como nigger. ¿Por qué es un error?
Porque son lecturas muy superficiales. Cualquiera que lea —suponiendo que esta gente lo haga— Matar un ruiseñor, se da cuenta que es una novela situada en las antípodas del racismo. El problema es que se simplifican problemas que son realmente complejos. Las palabras no son malas en sí, sino que deben tenerse en cuenta el contexto y la intención. Por ejemplo, yo tengo amigos gays con los que uso el «maricón» con total familiaridad. Y esa es la verdadera normalización: que te dé exactamente igual con quién se acuesta el de enfrente. Sin embargo, la izquierda identitaria persigue la igualdad a base de compartimentarlo todo hasta extremos delirantes, separándonos y dividiéndonos. A mí me parece mucho mejor, en cambio, hacer lo contrario, y que no se le otorgue ninguna importancia a de dónde somos, a quién votamos, a quién le rezamos o a quién nos follamos.
También ha denunciado lo que denomina «activismo cuqui». ¿A qué se refiere?
Es un activismo muy pasivo vinculado a la empatía. Y la empatía está muy bien, pero hemos llegado un punto en el que la ésta es el fin. Y no, la empatía solo debe ser el paso previo a la acción. Yo siento que algo me mueve y entonces actúo. Pero no puedo sentirme bien exclusivamente porque me he conmovido. El otro día en redes, alguien me decía: «Yo soy muy empática. Cada vez que hay un drama, escribo un poema». ¡De puta madre! No sé cómo no se nos había ocurrido antes. A determinada gente, conmoverse les hace sentirnos buenas personas y no necesitan dar ningún paso más. Por eso lo llamo «activismo cuqui», porque es una forma de movilización muy cómoda. Yo me los imagino en salitas de Ikea perfectamente blancas, con sus lápices de colores ordenados, y dándole a refrescar a la página de noticias. Y en el momento que salta el drama, se afanan en hacer una ilustración sobre el asunto y colgarla inmediatamente en redes con su firma bien grande y visible.
Pero es una activismo que no acarrea problemas.
Claro, se tolera mejor que quienes huimos de las simplificaciones del tipo «nos matan por ser mujeres» y proponemos analizar los problemas en profundidad para conocer sus causas, que pueden ser diversas. Es decir, diagnosticar bien para poder prevenir bien. Pero si mantienes esta postura ahora mismo eres lo peor. Es mucho mejor que hagas una ilustración cuqui y la cuelgues en redes. En mi opinión, estamos ante un problema de valores. No entiendo a una sociedad que prefiere la inacción a la acción, aunque la acción pueda llevarte a enfrentarte a tus propios prejuicios y exclamar: «¡Hostia puta, lo que somos!».
Siguiendo con el activismo, recientemente se cumplió el décimo aniversario del 15-M, al que ha definido como «batucada brutalista». ¿Qué significó para usted ese movimiento y qué balance hace de él?
Para mí ha sido la gran performance de nuestra etapa de adultez. Por una parte, me pareció muy inteligente la instrumentalización de un sentir general. Cundía la sensación de que era necesario un cambio, un puñetazo en la mesa y que todas las fichas se tambaleasen. Pero fue una gran espectáculo y poco más, porque en realidad no ha servido para nada. En cuanto se ha intentado trasladar a las instituciones, hemos comprobado que la nueva política es exactamente igual que la vieja.
En realidad, lo que ha ocurrido es se ha vuelto a polarizar todo, incluso más que antes. Porque yo recuerdo que no hace tanto podías sentarte con los colegas a tomarte unas cervezas y estar en desacuerdo, pero te levantabas de allí y todos tan amigos. Sin embargo, ahora me he dejado amigos en el camino. Y, como yo, todas las personas que participamos del debate público. Yo he recibido mensajes de amigos, con los que había compartido mucho y que incluso tenían las llaves de mi casa, que me han dicho directamente: «Nos hemos distanciado ideológicamente y hasta aquí hemos llegado».
«No entiendo a una sociedad que prefiere la inacción a la acción, aunque la acción pueda llevarte a enfrentarte a tus propios prejuicios y exclamar: «¡Hostia puta, lo que somos!»»
Lo que se les olvida, y es la parte que yo reprocho, es que la discrepancia no es unilateral. No es que ellos no estén de acuerdo con nosotros, sino que no estamos de acuerdo entre los dos. Es bilateral. Y también se olvida que el intercambio de ideas es lo que nos enriquece. El poner cuestiones polémicas sobre la mesa, argumentar y que la mala idea caiga frente a una mejor, es la única manera de avanzar en el conocimiento. Silenciar al de al lado no soluciona nada. Y esa crispación sí que se lo podemos achacar en parte a que el 15M, a través de Podemos, llegara a las instituciones.
Es muy crítica con los desmanes de la nueva izquierda. ¿Comparte, entonces, las tesis de pensadores progresistas como Félix Ovejero o Alejo Schapire, para los cuales buena parte de la izquierda contémporanea ha adoptado posturas reaccionarias?
Sí. ¡Yo con Ovejero estoy siempre de acuerdo! Puedo firmar sin leer cualquier cosa que escriba. El caso es que existe un divorcio entre los intelectuales de izquierda y los políticos de izquierda. Tenemos una intelectualidad de izquierda muy solvente, capaz de realizar autocrítica y muy unida con el ideal clásico de la izquierda. Sin embargo, la izquierda política se ha separado del ideal de la izquierda porque ha entrado en una dinámica puramente reactiva. Estos es, oponerse a todo lo se identifica con la derecha. Pues oye, en ocasiones si una idea procedente de las filas contrarias es coherente pueda entroncar con las nuestras. La prueba, por ejemplo, es que Ovejero ha coincidido muchas veces con las tesis de Cayetana Álvarez de Toledo.
En cualquier caso, a mí me parece que esa disonancia entre el ideal y el método marca un momento en el que tendríamos vaciar los contenedores y redefinir los conceptos. Y es que la izquierda no se corresponde con su ideal, pero la derecha tampoco. Tenemos a dos extremos aparentemente opuestos pero que en realidad comparten actitudes en nombre de diferentes fines. Mientras tanto, en medio nos encontramos mucha gente huérfana de representación por los complejos de los que deberían estar representándonos y dejando a esos extremos en evidencia. Dicho centro abarcaría desde el centro izquierda con el que yo me identificaría, y el centro derecha con el que podría llegar a identificarme. Pero ahí en medio solo nos hemos quedado los tontitos con gafas y bocadillo de chorizo, mirando a ambos lados del patio y diciéndonos: «¡Joder, no juego con nadie!».
Por su parte, Daniel Giogli ha dejado escrito que «la víctima es el héroe de nuestro tiempo». ¿Puede considerarse así?
La entronización de la víctima me parece perversa por la falta de mérito que conlleva su condición. Es lo que ocurre con el nacionalismo: ¿cómo vas a estar orgulloso del azar de haber nacido en un sitio y no en otro? Ser víctima me parece igual. Tú eres víctima por la acción de otro, que te convierte en víctima. No eres tú el que se ha esforzado o ha decidido serlo. Además, habría que diferenciar entre victima y victimista. Pero una vez que hemos certificado que alguien es una víctima, como tal merece reparación e incluso conmiseración, pero ello no debe llevarnos a legitimar sus ideas ni sus argumentos. Yo lo último que querría, por ejemplo, es que de legislar sobre violaciones se encargara alguien a quien acabaran de violar a su hija. «Tú, no. Estás demasiado contaminado emocionalmente. A ti te vamos a arropar, y vamos a buscar al culpable de tu situación, pero no vamos a legitimar todas tus ideas y ni vamos a otorgarte una cualidad superior por algo que no es mérito tuyo».
La ministra de Igual Irene Montero ha defendido el lenguaje inclusivo porque, según ella, «lo que no se nombra no existe». ¿Le parece cierto?
Demuestra una ignorancia absoluta como demuestra en muchos otros temas. Es el amateurismo llevado a la política. Ella defendía, por ejemplo, que el masculino neutro —que no existe en español, lo que existe es un genérico neutro que coincide en algunos casos con el masculino y en otros con el femenino— servía para invisibilizar a la mujer. En plan «Detente, bala» y tú aquí no puedes participar. Pero, si su tesis fuera correcta, no habría hombres periodistas, columnistas, electricistas, artistas… Es más, tampoco habría hombres machistas, fundamentalistas, racistas… Cuando sostienes una tesis, lo mínimo es que no sea autorrefutable, porque entonces lo que estás haciendo es el ridículo.
«La crispación actual se la podemos achacar en parte a que el 15M, a través de Podemos, llegara a las instituciones»
En cuanto al llamado lenguaje inclusivo, me parece una pérdida de tiempo. Porque si tengo que desdoblar o triplicar todas las palabras de mi discurso, con lo que yo me enrollo, estaría aquí hasta mañana. Por no hablar de que me armaría unos líos gigantescos y de que, al final, el mensaje sería el mismo. Por lo demás, el lenguaje tiene una utilidad, y no le puedes adjudicar tú, por tus huevos toreros, una carga política de la que carece. Y ya por último, yendo a lo práctico, ¿qué soluciona? ¿En qué ayuda a un homosexual o un trans que yo, cuando voy a la compra al Mercadona por la mañana, desdoble todas las palabras cuando me dirija a la cajera? No le veo la utilidad.
La semana pasada se aprobó la ley del solo sí es sí, que, según resumió la portavoz del Ejecutivo y ministra de Hacienda, María Jesus Montero, permite que «si tu no quieres, no tienes que participar en ningún acto sexual». ¿Era una ley necesaria?
Nosotras ya lo sabíamos. A lo mejor mi abuela tuvo más problemas, no te digo que no. Pero nosotras llevamos ya mucho tiempo follando con quien nos apetece y diciéndole no a quien nos da la gana.
De todas formas, mis dudas en torno al asunto es que necesito que para legitimar las denuncias en la estela del Me Too haya también un reconocimiento por parte de las mujeres de «yo también me he aprovechado de mi sexo en alguna ocasión». Quiero decir, igual que hay productores que se han aprovechado de su puesto para acostarse con una actriz que, en otras circunstancias —porque está buenísima o por lo que sea— estaría fuera de su alcance, hay actrices que se habrán aprovechado de su físico para saltarse castings sin tener que demostrar su talento. Vale, él se aprovecha de que es el productor, pero tú de qué estás buenísima. Es un pacto entre adultos: los dos tenéis algo que ofrecer y algo que conseguir.
«Para mí, la heroína feminista no es la actriz que denuncia a Weinstein tras haberse acostado con él a cambio de un papel, sino la camarera ajada que echó por tierra su carrera porque se plantó y dijo: «No me acuesto contigo»»
Visto así, nos equivocamos al elegir los iconos. Para mí, la verdadera heroína feminista no sería la actriz que ahora denuncia a Weinstein y dice: «Ostia, es que me hizo el casting en la habitación del hotel y me tuve que acostar con él y eso es violación». Para mí, la heroína es la camarera ajada que echó por tierra su carrera de actriz porque en un momento dado se plantó y dijo: «No me acuesto contigo».
En una entrevista en Eldiario.es, el actor y bloguero Bob Pop ha manifestado que es incompatible «ser gay y derechas». Pero, ¿es esto realmente cierto?
Bob Pop está asociando ser gay a un sesgo ideológico concreto, según el cual un heterosexual puede elegir su ideología y un gay no. Siendo así, aquí el que está estableciendo una discriminación entre heterosexuales y gays es él.
El caso es que yo tengo amigos que son gays y que son de derechas porque, precisamente, ser gay no supone nada diferente en sus vidas a llevar la camiseta verde, tener los ojos azules o dejarse el pelo largo. Y el resto de los que nos relacionamos con ellos, no le damos más importancia a su condición sexual. De modo que el no otorgarle trascendencia a con quienes se acuesten —como ellos no se la otorgan a con quien nos acostamos nosotros—, no los relacionamos con una ideología o con otra. Entendemos que son libres para votar, rezar y follar como les plazca. Y es que, como decía antes, compartimentar para igualar no es la mejor de las ideas.
Finalmente, Juan Soto Ivars cuenta en La casa del ahorcado que en un debate le preguntaron si se consideraba a sí mismo feminista y, en contra del espíritu de los tiempos, respondió que no estaba seguro de serlo. ¿Qué respondería usted?
A ver, el concepto feminista para mí es aspirar a la igualdad entre hombres y mujeres, igualdad en derechos y en deberes. Que no haya ningún tipo de diferencia ni de condicionamiento. Entonces, como no conozco a nadie que esté en contra de ese planteamiento, para mí declararme feminista es tan estúpido como declararme persona. O sea, yo no me presento a nadie diciendo: «Hola, soy Rebeca, persona». Es absurdo. Por el mismo motivo, no me puedo declarar feminista si me ciño a esa definición. Y si la definición es esta última que establece que la mujer es un ser desvalido, infantil, digno de protección, que necesita pasarelas, trampas, trucos, ventajas para conseguir lo mismo que un hombre, no soy feminista. Al contrario. Eso no significa que sea machista, porque no creo que sean términos antagónicos: no estoy con que los hombres cuenten con derechos que las mujeres no tengan. Así, puesto que estoy con la igualdad, y creo que somos igual de capaces, y la única diferencia que veo entre la mujer y el hombre es biológica —pero la es, y además me parece lógica y reivindicable— no, no soy feminista.
Buenísima entrevista Lúcida mujer