Àrtur Mas, entrevistado en la Vanguardia, hace un sorprendente reconocimiento: Nada salió como esperaba. Otros, en cambio, lamentamos que todo saliera peor incluso que como esperábamos.
Es improbable que un político en ejercicio reconozca los errores cometidos, y Mas está muy lejos de ser una excepción. Nadie cree que en Cataluña haya llegado a haber más de dos millones de votos favorables a la independencia sólo porque él decidiera un buen día «cambiar al PP por ERC como aliado y abrir la puerta al referéndum», pero su protagonismo fue decisivo. La Generalitat, tal como la dejó establecida Jordi Pujol, es un sistema presidencialista en el que el número uno goza de una influencia y un respeto que va más allá de los que le han votado. Si el gobierno Mas apostaba por desafiar al Estado, todo el mundo entendía que la cosa iba en serio y, además, que era factible, si no la independencia, al menos conseguir un importante avance en el autogobierno.
Reconoce que «hubo errores de percepción y variables imposibles». Por supuesto, para jugar en la liga de los estados hace falta algo más que desearlo; sobre todo hace falta un apoyo exterior que ha brillado por su ausencia. Da la impresión que los impulsores del proceso independentista interiorizaron su propia propaganda. Por ejemplo, la idea que España es un Estado en descomposición y sin prestigio en el mundo puede servir y sirve aún para animar fiestas y entretener tertulias, pero si uno se la toma en serio puede acabar así, como ha acabado Mas, en un partido cuyas esperanzas de conseguir algún escaño son dudosas.
Ahora se nos presenta abrumado por las circunstancias, hasta el punto de ver como «una liberación» el momento en que su investidura resultó imposible, por falta de apoyo de la CUP, en diciembre de 2015. «En su casa hubo sensación de injusticia pero no se derramó ni una lágrima.» En otras casas la sensación fue de perplejidad, porque en los momentos decisivos los aliados borran sus diferencias en lugar de acentuarlas. Allí acabó una primera fase del proceso, digamos que la de los moderados, y la siguiente quedó en manos de los radicales. El desastre estaba garantizado.
Mas afirma que «se siente “máximo responsable” de lo que ocurre hasta enero del 2016, “corresponsable” hasta el 1 de octubre del 2017 y “nada responsable” a partir de entonces.» Lo que no queda claro es si ha habido o no ruptura con su heredero, Carles Puigdemont. El hecho es que su partido, el que fue CDC y ahora se llama PDECat, concurrirá a las elecciones compitiendo con el JxCat de Puigdemont. Y compitiendo mayormente por el mismo electorado.
A falta de mejores precisiones por su parte, JxCat sería independentista desafiante (dentro de lo que cabe) y el PDECat sería independentista con reparos. Más diestro en el manejo de la confusión y el caldeamiento de ánimos, tiene las de ganar el exiliado, mientras que el comedido y razonable Mas se puede quedar sin nadie que lo vote. Su única posibilidad sería enfrentarse, con ideas claras y distintas, a su sucesor para que todo el mundo sepa a qué atenerse. No tiene sentido presentarse por separado y fingir que se comparten planteamientos.
Hay quien espera que los líderes del proceso pidan perdón por el daño causado a Cataluña y por la división provocada entre los catalanes. No es eso: las declaraciones grandilocuentes son inútiles, y no se las cree nadie. Para seguir adelante, es suficiente con reconocer abiertamente todos los yerros —aunque sea llamándolos «errores de percepción»— y dejar claro el propósito de enmienda. Àrtur Mas no ha llegado todavía a esta etapa pero le falta poco.