No hay mejor elogio a un partido que decir que es el partido de la buena gente. Siempre que lo diga alguien ajeno a ese partido, claro. Si lo dicen los militantes, mal; si lo dicen y lo repiten los líderes como una consigna, peor.
Cuando ERC se fue volviendo independentista, y haciéndose un hueco importante en la política catalana, la idea de representar a la buena gente se fue expandiendo como reclamo electoral. Se trataba de vindicar a la gente que trabaja, que tiene sentido común, que rechaza la corrupción, que no trama maldades.
La supuesta bondad de los propios votantes, en oposición a los votantes de otros partidos, se acabó proyectando al país entero. Por consiguiente, la buena gente sería la que se suma al proyecto independentista, mientras que la gente que no lo tiene claro se convierte en, más o menos, lo contrario.
En 2004, comentando la reunión de Josep-Lluís Carod-Rovira con ETA que le acabó costando el cargo, Josep Maria Fradera, en el País —La bona gent de Catalunya—, ya analizó esta escisión deliberadamente creada: «Cataluña se divide entre la bona gent y los demás, otros a los que no vamos a calificar pero que, en cualquier caso, son de calidad distinta a los elegidos (…) la bona gent son los que forman parte del mundo del nacionalismo, se le denomine independentismo o con cualquier otro eufemismo (…) la bona gent son los que han interiorizado la gran verdad revelada de que Cataluña y el País Vasco son entidades cualitativamente distintas del resto de España.»
Todo el proceso ha estado presidido por este orgullo de formar en las filas donde habita la bondad. Ya dijo Quim Torra, al inicio de su mandato, que estamos en el lado correcto de la historia. En cuanto a los líderes, si son de los nuestros, se les suponen todas las virtudes; si no lo son, todos los vicios.
Un entusiasmo naïf
Carod Rovira, en Nació Digital —Un país de bones persones—, parece desengañado de tanta bondad autoproclamada, o ya la da por amortizada. El problema es que hemos sido demasiado buenos:
«Dirigentes y pueblo, todos nos contagiamos de un entusiasmo naïf, confiando en la respuesta democrática de la Unión Europea y no previendo como era menester la reacción violenta del Estado. Poco o mucho, todos pecamos de candidez y todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en esta ingenuidad, cuando creíamos que los nuestros tenían más cabos atados y más trabajo subterráneo hecho.»
Ahora resulta que lo que llevó al fracaso el proceso a la independencia fue toda esa bondad interiorizada que llevó creer que todo el mundo era bueno y que ni siquiera el Estado español era tan malo como parecía; que llevó al convencimiento de que los nuestros eran tan hábiles que lo tenían todo atado y bien atado. Hay algo de reconocimiento del error cometido, pero ahora ya es tarde, demasiado tarde.
Carod llega a afirmar la obviedad que «bondad y patriotismo no son, en absoluto, sinónimos de pericia» y a juzgar que aquí, «en más de una ocasión, uno y otro concepto han disimulado la escasa competencia de los que se reclamaban depositarios de ellos». En definitiva, falta poco para que acuse de majaderos a la plana mayor del independentismo; sólo lo insinua.
Pero no desesperemos porque habrá, quién sabe cuándo, otra oportunidad. Y entonces: «No podemos repetir los mismos errores (…) Cuando venga la hora de la verdad, el momento del embate definitivo para la independencia, no podemos ir con la misma alegría inocente que los niños cuando se van de colonias (…) Sólo con la dirección de buenas personas no será posible llevar a cabo una lucha exitosa, efectiva e inteligente. Necesitaremos una cosa muy diferente y bastante más.»
Cómo no se le ocurrió antes. Podría haber empezado reclutando el partido de la mala gente. No mala, pongamos (los adjetivos son suyos): sagaz, valiente, astuta, sutil…