A las 11 de la mañana de un tranquilo domingo de confinamiento media docena de personas lanzaron globos de pintura roja contra la fachada del Palacio de la Generalitat. En las imágenes que se han publicado puede contarse una treintena de impactos, que han llegado hasta el primer piso y la pancarta que luce en el balcón, tan apreciada por el gobierno catalán. En un video divulgado por eNoticies se puede comprobar la tranquilidad con la que actuaron los atacantes y la nula respuesta policial.
Posteriormente, según informa La Vanguardia, «los cuatro que han lanzado la pintura han sido retenidos por el dispositivo de mossos que permanece en la puerta de la sede gubernamental. Han sido identificados y se han abierto diligencias contra ellos por un presunto delito de “deslucimiento de un bien inmueble considerado patrimonio histórico”, según fuentes policiales.»
Nadie se ha precipitado a dar explicaciones por la facilidad con que se pueden provocar daños en un edificio público y ultrajar a las autoridades que desde allí nos gobiernan. La fragilidad de nuestras instituciones es mayor de lo que parece. Basta pensar en lo que hubieran podido hacer un centenar de individuos armados con utensilios más contundentes.
El sacrosanto derecho a la protesta, estimulado por la misma Generalitat cuando se trata de cortar vías de comunicaciones en nombre de la causa independentista, ha demostrado una vez más la insuficiencia de las leyes y reglamentos vigentes. Ni la bondad, ni la justicia, ni la urgencia de la reclamación, siempre discutibles, pueden excusar los daños producidos.
Esta vez el motivo que esgrimieron los alborotadores han sido las medidas para reducir la pandemia: «Entre las consignas emitidas se pudieron escuchar quejas hacia el Govern porque “se están cargando la economía” obligando a los empresarios de la restauración a “pagar impuestos sin dejarnos trabajar”. “Los que salimos perjudicados somos los ciudadanos, los que pagamos impuestos” y “a los de la hostelería nos están sangrando”, exclamaban.»
Cuando los comentaristas salgan de su perplejidad, probablemente recurrirán al comodín de la extrema derecha infiltrada, que trataría de desviar legítimos motivos de queja hacia la provación de disturbios.
En la fase del derrumbe
Ferran Monegal, en El Periódico —Teléfono, libreta, y el opaco cristal de TV-3—, habla del tráfico de influencias en la televisión pública catalana puesto al descubierto por la operación Vóljov. Afirma que no es nada nuevo y se remonta a los tiempos de Prenafeta, cuando «había que acercarse a él (…) Te garantizaban las lentejas y la visibilidad en los muchos medios que controlan. Y pasabas a formar parte de la colla». También repasa lo que sucede en TVE, donde «si tienes acceso al monclovismo, prosperas a una velocidad pasmosa».
«Naturalmente no estoy hablando de periodismo. Esto es otra cosa. Es una mezcla de activismo, fanatismo, política entendida como religión, y negocio.»
Salvador Sostres, en el Diari de Girona —«Això el Sanchis ho pagarà»—, también sigue comentando las interioridades políticas y mediáticas de la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals:
«Yo sé que Rahola, en su cerebro estropeado, cree que es el pecho desnudo de Marianne guiando al pueblo, pero en la realidad despojada de fantasías, de delirios, de supremacismos y de traumas —créanme, sobre todo de traumas— es sólo una orgánica, apparatchik total, que los lugares donde escribe y habla han sufrido intimidaciones políticas para que esté allí, y algo más que intimidaciones cuando han querido prescindir de ella.»
En todo esto advierte señales de «la descomposición del submundo puigdemontista», donde «no tienes un proyecto sólido, ni de vocación mayoritaria, cuando todo se desmenuza en la escisión de la escisión, en el fanatismo sectario, en el populismo hecho doctrina y en el poder mafioso de los recaudadores sermoneadores».
Todo el sistema mediático que ha auspiciado el independentismo se resiste a hundirse con él: «[José] Antich [ahora desde El Nacional, Puigdemont y Rahola son tres caras más deprimentes de una misma derrota. Agotados los argumentos contra el muro de la realidad, ya sólo les queda sacar las navajas. Estamos en la fase del derrumbe y del pillaje descarnado. De hecho, el pillaje siempre ha estado ahí, aunque antes era más disimulado. Si tú coges las trayectorias de Antich y Rahola no encontrarás ni un solo momento, ni uno solo, en que hayan aportado más de lo que han cobrado, y además queriendo dar lecciones de solidaridad y de justicia a los demás. El dinero que cada uno de los dos a su manera han llegado a llevarse nadie lo puede imaginar.»
Cataluña, en decadencia
Joan Coscubiela, entrevistado en el Punt-Avui, advierte que en Cataluña hay un riesgo real de decadencia comosociedad.
Inolvidable su «discurso el 6 de setiembre de 2017 en el Parlamento de Catalunya, dirigiéndose a la mayoría gubernamental: «No se dan cuenta de la gravedad de lo que están haciendo aquí: es muy grave, es cogerle el gusto a la antidemocracia y al autoritarismo y a pisar los derechos de los parlamentarios.» Tres años después, su visión del proceso no ha cambiado:
«El independentismo intentó doblegar al Estado, lo que era de una ingenuidad increíble, y no lo ha conseguido, y una parte de las fuerzas políticas y sociales españolas pretenden que el independentismo se doblegue, lo que tampoco han conseguido. Y esto da un empate infinito de impotencias mutuas, que es una de las explicaciones del porque podemos ir hacia una situación de decadencia.»
Y así relaciona la desorientación política, primero, con sus consecuencias económicas y sociales: «En la medida en que el mundo está viviendo un verdadero cambio de época, una crisis de civilización por la insostenibilidad de nuestro modelo socioeconómico, nosotros lo que hacemos es quedarnos encerrados en nuestro útero. Y eso nos hace perder comba. Para aterrizar en una cosa concreta: sobre los fondos de reconstrucción europeos, hay un grado de dinamismo y debate social en otros lugares del Estado que en Cataluña no existe.» Será por que damos por supuesto que, cuando seamos independientes, nos llegará para todo.
Segundo, con el descrédito de las instituciones: «Algunas veces da miedo ver a qué dedicamos el tiempo de debate. Cuando uno lee los titulares de la mañana de la opinión publicada, lo que hace es deprimirse. Con lo que nos ha costado recuperar las instituciones de autogobierno, ver el grado de degradación del Parlamento o la presidencia de la Generalitat en los últimos años, es dramático. Y aún lo es más ver que esta degradación no es sólo imputable a agresiones externas, que es lo que algunos cuentan, sino que en muchos casos es fruto de una autolesión.» Quim Torra no pudo decirlo más claro: la autonomía es uno de los obstáculos para conseguir la independencia.
Y, tercero, con la división interna: «Hoy, en Cataluña, hay mucho más nacionalismo y menos nación. Porque la nación es la comunidad donde una parte muy importante de sus miembros comparten un escenario, sentimientos u objetivos comunes. Y hoy somos infinitamente menos nación que hace diez años. Y cuando hablo de decadencia no hablo sólo en el ámbito político. La forma en que alguna gente se está planteando el control de las instituciones sociales, como la Cámara de Comercio o las patronales y los sindicatos, pone de manifiesto la pobreza de su concepción de la sociedad.» No por mucho insistir en ello se consigue que los responsables de esta deriva recapaciten. He ahí unos nacionalistas obcecados en perjudicar el futuro de la nación que dicen querer liberar.