La visita del Rey a la capital de Cataluña, el viernes 9, con motivo de la entrega de premios de la Barcelona New Economy Week, sigue siendo motivo de comentarios en los medios independentistas. Se ve con satisfacción que haya sido necesario un aparato de seguridad tan grande para garantizar su seguridad, se comprende que no fuera recibido por autoridades autonómicas ni locales, y se interpretan los incidentes protagonizados por manifestantes independentistas —1.500 según la Guardia Urbana— como síntoma del rechazo de todo un país.
El editorial del Punt-Avui —Barcelona i Perpinyà— enmarca así la cuestión:
«Felipe VI no ha abdicado legalmente de Cataluña, pero lo ha hecho políticamente y moralmente a partir de su discurso del 3-O de 2017, en que renunció expresamente a la neutralidad política y a la representación de todos los ciudadanos del Estado, dos de las misiones que justifican su legitimidad constitucional y democrática.»
Xevi Xirgu, el día antes, abundaba en la misma idea. ¿Se lo imaginan? (…) que aquel 3 de octubre el rey se hubiera puesto la chaqueta de árbitro que le otorga la Constitución? (…) No sé dónde estaríamos, porque esto es política ficción: pero probablemente ni habría perdido la Corona ese día ni tendría las bienvenidas que tiene cada vez que nos visita.»
Esther Vera, directora del Ara —Quin mandat? —, hace una semana ya lo mezclaba todo:
«La manera como se ha aceptado la degradación del sistema político por incapacidad de asumir el cambio es el verdadero problema de fondo hoy en España. Si el Proceso dejó en evidencia la incapacidad del Gobierno para hacer frente a una crisis institucional de fondo que prefirió dejar en manos de la justicia, la fuga vergonzosa del rey Juan Carlos y la gestión de la pandemia del covid han profundizado la percepción de final de etapa. De hecho, el capítulo político del cierre imperativo de Madrid cuando supera todos los índices de prudencia en el control de la pandemia ha dejado claro que la comunidad madrileña es una anomalía dentro del Estado y que los mecanismos federalizantes de lo que algunos consideraban el estado más descentralizado de Europa son un espejismo. De este modo, el PP se enquista en la España “una”, ejerciendo una oposición obstruccionista desde Madrid contra el Gobierno, y la coalición gubernamental del PSOE y UP no puede ni mantener la ficción —al menos hasta hoy— de que la arquitectura territorial de España permite un estado federalizante.»
También en el Ara, Josep Martí Blanch, cree que incluso los que —se pondrían elegantes para ver al Rey «no le tienen respeto. Porque la estima no se la profesan como rey, sino porque lo consideran un combatiente alineado con sus intereses políticos».
Martí Blanch, últimamente bastante distanciado del proceso, opina también que su «pecado es el discurso del 3 de Octubre. Aquel día (…) penetró en el túnel del tiempo en dirección al pasado. Sólo le faltaba una peluca versallesca para reivindicar el derecho de pernada y un porcentaje de todas las cosechas al soberanismo. La línea divisoria que dibujó con aquellas palabras se transformaba, mientras las pronunciaba, en un bumerán que le partía la cara para marcarle una cicatriz que no puede disimular ni la mejor de las cirugías.» Y concluye diciéndole que sus súbditos «han dejado de considerarlo un rey y sólo lo tienen por un político».