Una de las cosas que más me molestaba cuando era adolescente, incluso mucho antes de disfrutar de una vida sexual activa, era la de tener que lidiar con el doble estándar virgen/puta. Era mediados de los dos mil y bastaba con comprarte la Nueva Vale para que los demás vieran en ti a una aprendiz de putilla.
Obviamente, las mujeres de mi generación, que se han criado como yo sin una educación sexual o en el mejor de los casos tuvieron una charla meramente anecdótica, coincidirán conmigo en que aquella publicación era como un oasis. Allí había espacio para la naturalidad sobre el deseo, el sexo (el que se hace) y el placer. No solo te daban consejos sino que acompañaban estos de ilustrativas imágenes sobre prácticas sexuales: cómo besar, tocar, masturbarte, realizar un coito, prepararte para tu ‘primera vez’… Si bien la revista no era perfecta, al menos sí que lograba transgredir y admitir algo que todavía hoy sigue siendo tabú: es normal cumplir dieciséis años, que te guste un chico y tener ganas de follar apasionadamente con él.
Mientras mi incendiario yo adolescente trataba de informarse sobre ‘cómo hacerlo’, recuerdo que a mi alrededor se daban cita toda una serie de mensajes sobre ‘cómo ser una buena chica’. En casa, en el instituto y en la televisión este enfoque se repetía casi como una obsesión. A veces incluso llegué a sentirme culpable por sentir deseo. Pensaba que ‘si lo hacía’ iba a contaminarme, a perder mi esencia, a convertirme en algo sucio y poco valioso… Temía incluso ser castigada porque, según la tradición popular, mientras que las chicas buenas pueden gozar de protección, las malas deben ser señaladas y perseguidas.
Al parecer, yo tenía que proteger mi coño como si fuera un cofre del tesoro.
Por supuesto, ese pánico moral no estaba exento de sexismo. Al parecer, yo tenía que proteger mi coño como si fuera un cofre del tesoro. Además, estaba terminantemente mal visto que yo, que había sido educada en el altruismo y el valor de la solidaridad, ahora quisiera compartir mis riquezas. Fue entonces cuando me di cuenta de que una gran parte de la sociedad creía que mi dignidad como mujer joven dependía de aquello de lo que hiciera (o no) con mis genitales.
El caso era muy diferente en los chicos de mi edad. Ellos podían hablar de su polla ‘con orgullo’, como si aquella masa de carne fuera algo así como tener un don o el comodín del público. Narraban sus pajas como auténticos pasajes bíblicos e incluso podían comunicar al mundo lo cachondos que estaban sin que nadie les recriminara nada de nada. Aquello me molestaba mucho, pero no porque fueran unos fanfarrones sino porque tenían aquello que a mí entonces me parecía imposible: libertad.
Envidiaba que ellos pudieran ser activos, lascivos y deseantes mientras que yo, por el contrario, tenía que procurar obediencia, abstinencia y virginidad. No podía decirle abiertamente a un chico que me gustaba porque tal cosa se juzgaba como vulgar, no podía sentirme sexy porque eso te hacia parecer un ‘zorrón’ y bueno, si alguna vez acababas con tu consentimiento con alguien en la cama, debías recordarte a ti misma que eso era un territorio hostil. Así que, en esta circunstancia, era bastante normal que la vagina se cerrara a cal y canto. Ciertamente, y considerando otras cuestiones, no creo que a ellos les fuera mejor que a nosotras.
Envidiaba que ellos pudieran ser activos, lascivos y deseantes mientras que yo, por el contrario, tenía que procurar obediencia, abstinencia y virginidad
Por suerte, al menos para mí, el deseo adolescente fue más fuerte que la moralidad. Entendí, no sin muchas contradicciones, que mi cuerpo me pertenecía y no era un bien público. Si bien, pude mantener la lucidez durante aquel periodo de mi vida, confieso que habría sido reconfortante acceder a una educación sexual integral y de calidad.
Hoy, pasados unos años, las ideas sobre el control del cuerpo de las mujeres, incluidas las mujeres jóvenes, siguen estando ahí. Aunque la legalización de los anticonceptivos y el aborto se planteaban ya en mi adolescencia como elementos que asegurarían la igualdad, el deseo y el placer continúan siendo valores defenestrados. En ese sentido, aun considerando que el deseo y el placer no tienen que estar sujeto al disfrute del hombre o a la procreación, ahora parece que tienen que ser definidos acorde a una militancia.
Lo curioso es que ciertas corrientes feministas son hoy las que están apostando abiertamente por este enfoque, confundiendo la ansiada liberación sexual del feminismo con un modelo meramente reformista y prescriptivo. La visión ginocentrista viene determinada por una narración única sobre la violación, como si las diferencias entre los sexos se redujeran a la existencia de un sexo violable y un sexo violador. De modo que, pese a que las mujeres hoy tenemos una mayor libertad en las distintas esferas de la vida, nos encontramos con nuevas coacciones y sanciones sobre lo que podemos o no hacer con nuestro cuerpo. Esto me lleva a plantear cómo el antiguo y tradicional miedo al sexo se ha redefinido en las narraciones feministas como el miedo a tener sexo con chicos.
La visión ginocentrista viene determinada por una narración única sobre la violación, como si las diferencias entre los sexos se redujeran a la existencia de un sexo violable y un sexo violador
Como si de un búmeran se tratara, vuelve a ponerse de moda que la heterosexualidad masculina es un mecanismo de control de las mujeres… Suena muy absurdo y simplón, pero en una época donde el puritanismo se cuela en nuestras alcobas, los admiradores e imitadores de Monique Witt creen recuperar la última verdad universal. Aparecen también intervenciones supuestamente de ‘educación sexual’ o ‘educación en igualdad’ donde se afirma que ‘el amor mata’, llenando de miedo a las jóvenes y propiciando el germen de la guerra entre sexos.
Por este motivo, nunca está de más ubicar al personal: estamos en el siglo XXI y el sexo es una experiencia sumamente divertida para muchas mujeres, incluso cuando no se hace con el príncipe azul. Plantear las relaciones entre mujeres y hombres desde la desconfianza es una estrategia sumamente reaccionaria. Si bien la amenaza de violación es un miedo muy presente entre las mujeres, es tremendamente injusto que tengamos que seguir definiendo nuestra experiencia sexual en términos de sospecha y peligro. Quienes siguen empeñados en ‘liberar a las mujeres’ olvidan que allí y cuando definen nuestra sexualidad como un ‘valor público’ nos están objetivando e infantilizando. El carácter restrictivo con el que se habla de la sexualidad femenina no es una estrategia de empoderamiento sino de control.
El carácter restrictivo con el que se habla de la sexualidad femenina no es una estrategia de empoderamiento sino de control
Como comenté en un principio, pertenezco a una generación donde ser mujer joven y tener sexo se juzgaba como algo inmoral y sucio. ¡Por supuesto, todo esto era mucho más duro para quienes vivieron la época de la Guerra Civil y la transición! Por ello, me parece increíble que todavía hoy tengamos que defender la sexualidad de las mujeres de la corrección política, la represión y la censura. Estamos perdiendo la oportunidad de educar a los sexos en el conocimiento y la responsabilidad, en el placer y en el consentimiento.
Hoy me encantaría decirles a todas esas chicas que viven con miedo a su propia sexualidad que sean responsables, que asuman los riesgos, que se disfruten, que se liberen de todas las formas de tutelaje, tanto de las que se han impuesto tradicionalmente como de las progresistas. Amordazar nuestros deseos, calificarnos como sospechosas por mantener cierto tipo de relaciones o prácticas sexuales y adoctrinarnos en una supuesta cultura de la violación es una forma de dificultar la libertad de las mujeres. Habrá que rebelarse.