Francesc-Marc Álvaro analiza el mundo perfecto —dentro de su parcela política, se entiende— que ha creado Carles Puigdemont. Ha conseguido convertir la plataforma electoral Junts per Catalunya en un partido y está haciendo que en él entren los militantes del PDECat de uno en uno y sin compromiso.
«La paradoja irónica que tiñe toda esta operación es que Puigdemont, a pesar de sus esfuerzos por no parecer nieto político del pujolismo, practica dos de sus características fundamentales. Primera: un hiperliderazgo personalista que convierte en folklore cualquier debate interno y las primarias. Segunda: una ambigüedad notable al definir el anclaje del nuevo partido en el eje izquierda – derecha, como manifiestan las referencias constantes a “la transversalidad” y al “carril central”. Puigdemont es más caudillista que Pujol y más ambiguo, en lo que le conviene.»
Álvaro apunta el doble objetivo de «penetrar fuertemente en el espacio de ERC y amarrar a los votantes de tradición convergente que estiman la escuela concertada, la sanidad mixta y los valores asociados al orden, la creación de riqueza y el esfuerzo individual». Lo que no dice, tal vez esperando que el lector llegue por su propia cuenta a la conclusión, es que el primer objetivo es relativamente fácil: basta con el cóctel habitual de épica, sentimentalismo y promesa de liarla; pero el segundo es más complicado.
El votante de «tradición convergente» requeriría de una torpeza política sin precedentes para ver en la nueva formación algo remotamente parecido a un partido de orden, capaz de crear riqueza y de potenciar los valores que en otro tiempo caracterizaban este país.
Toni Comín declaraba el sábado al Punt-Avui que en el nuevo partido «cabe todo el mundo, sin que nadie tenga que renunciar a su trayectoria ideológica (…) Desde la izquierda crítica al centro liberal, desde la socialdemocracia al pensamiento social cristiano», trayectorias ideológicas que no van a servir para nada o, como máximo, de decoración.