El gobierno de la Generalitat que nos llevó a la confrontación del 1 de octubre de 2017 insistió en todo momento en la normalidad con que se desarrollaría el evento. En julio, en el acto de presentación de la ley del referéndum, el vicepresidente Oriol Junqueras decía: «Es bueno actuar desde la normalidad.» «Nosotros somos los que hacen las cosas como siempre, en los colegios de siempre y con las papeletas de siempre.»
Toni Comín, que entonces era consejero de Salud, declaró el sábado pasado en el programa Faqs, de TV3, que para culminar el proceso de independencia la confrontación es inevitable. Culminar, dice. Siempre es lo mismo, hablan de llegar a la cima cuando aún no han establecido el campo base.
Vilaweb se hace eco de sus palabras: «Tenemos que decirle la verdad a la gente que quiere la república (…) explicar, esta confrontación pacífica, no violenta, democrática, en qué consiste y sobre todo cómo se tiene que preparar.» «Si algo falló en octubre del 2017 no es que no fuésemos suficientes, sino que no preparamos suficientemente a la gente, y probablemente tampoco a las instituciones autonómicas, para una confrontación dura con el estado.»
Y lo dice en condicional: «Si algo falló…» No falló algo, falló alguien. Fallaron los politicastros que planearon jugadas muy por encima de sus competencias —no las de gobierno, las intelectuales—, y los propagandistas con mando en prensa que aún siguen riéndoles las gracias.
Un gobierno paralelo
«La estrategia de desplegar instituciones republicanas al margen del marco legal español comienza a tomar cuerpo»: así entiende Vicent Partal la reactivación de la entidad llamada “Consell per la República Catalana”, escenificada este fin de semana en Perpiñán —No es sólo una app—. Se advierte al momento que los catalanes serán requidos a apoyar económicamente y a secundar las iniciativas de un simulacro de gobierno al margen de las leyes por las que se rigen y las instituciones en que están representados. Esto va de democracia, decían. Pues no, va de impedir la democracia.
Prosigue Partal exponiendo los tres frentes en que se está materializando la ofensiva: «Una es la batalla jurídica en los tribunales europeos, necesaria para desmontar la farsa del juicio y de las consecuencias que tenga, deslegitimando España. Ésta va por muy buen camino.» Veamos: los tribunales europeos no cuestionarán el ordenamiento jurídico español; se centrarán en los procedimientos y en si se han vulnerado en algún momento los derechos de los encausados, pero no les reconocerán la capacidad de saltarse las leyes ni de proclamar repúblicas, ni entrarán a considerar el derecho de autodeterminación de Cataluña.
«La segunda es la batalla política, para conservar y, si puede ser, aumentar la mayoría independentista en el Parlamento de Cataluña, legitimando Cataluña. Es más dudosa, pero no parece que peligre.» Dudosa, porque siempre ha sido precaria. Aquí debería añadir que en cualquier caso, si se perdiera la mayoría, no por eso la ofensiva cesaría. El Parlamento representa al pueblo de Cataluña, dice el Estatut, pero tampoco hay que exagerar; ya se vio en septiembre de 2017.
«Y la tercera es aumentar la autoorganización del país al margen de las instituciones españolas en todos los terrenos y configurar, pues, en la práctica un modelo de democracia más rico y avanzado que lo que tenemos ahora.» El término «autoorganización del país» significa la organización de una parte de los ciudadanos de este país con vistas a tomar el poder e imponer su voluntad al resto. No será ninguna novedad en la Historia, pero hay que tener claro de qué nos hablan.
El analista desborda de optimismo ante estas tres batallas en curso —indispensables (…) para llegar (…) al segundo envite por la república»—: «Las victorias jurídicas del exilio son extraordinarias, y las dificultades de los tribunales españoles en el momento que salen fuera, monumentales.» «Se acercan elecciones autonómicas y es factible que las gane en conjunto el independentismo e, incluso, en concreto, el más anatematizado y más partidario de la confrontación.» «La capacidad de movilización de la calle no es discutible.» «La calle», ese ágora tan brillante en el intercambio de pareceres.
Jordi Galves, a quemar contenedores
«Un fantasma se cierne sobre Europa: el fantasma del comunismo»: así empieza el Manifiesto del Partido Comunista de 1848. Nada comparado con el fantasma del independentismo que recorre Cataluña. Eso parece creer Jordi Galves, en el Nacional: Los independentistas invadimos la historia. Pero no como otros, porque «al final los únicos que llenamos las calles masivamente, los únicos que hicimos historia y que llamamos a la revolución, a la ruptura de una puñetera vez, a la insurrección, los únicos que quisimos acabar con la corrupción y la injusticia, fuimos los independentistas.»
En casos como el de Galves, no se sabe bien dónde acaba la hipérbole y empieza el delirio. En lugar de hermanar el proceso a la independencia con tantas guerras de liberación nacional que en el mundo han sido, descubrimos «que los independentistas somos identitarios como lo son los negros norteamericanos y los magrebíes de Francia, como los judíos de todas partes, como los indios Dakota, como los gays y las lesbianas, como las feministas y como el ecologismo…»
En línia con el entusiasmo que se pretende crear en torno a los últimos movimientos de la facción puigdemontista del independentismo —oposición a ERC, extinción del PDECat, reactivación del Consell per la República—, Galves afirma que «los independentistas queremos volver, otra vez, a las calles que serán siempre nuestras, a las multitudinarias mareas humanas que llenaban las grandes ciudades, a las banderas al viento…» Sin ningún rubor.
Y que quede claro de qué va el tema: «Las próximas elecciones al Parlament de Cataluña nos interesan, quizá sí. Pero no nos interesan tanto como la quema de contenedores y las movilizaciones populares…» ¿Dónde hay que denunciar esto?
El nuevo peronismo
Las comparaciones son odiosas porque revelan algo que no siempre se quiere ver. Joaquín Luna, en La Vanguardia, establece una entre el puigdemontismo y el peronismo —Juan Domingo Puigdemont—, a propósito de la abierta llamada del primero a la confrontación. La definición que ambos movimientos compartirían es perfecta: «Mezclas nacionalismo, autocomplacencia y enemigo exterior y logras la ecuación perfecta: cómo perpetuarse en el poder a base de recetar el remedio contra la pobreza que tú mismo creas.»
Luna no parece muy sensible al argumentario del mundo postconvergente: «La eterna cruzada contra España, la UE y el mundo. El ensimismamiento ridículo que transmiten estas taifas, los cambios de marca política, la primacía del subordinado leal pero incompetente o ese señuelo de la digitalización, un mundo paralelo ideado desde un chalet hortera de Waterloo…»
¿Cuánta confrontación habrá?
Francesc-Marc Álvaro, en La Vanguardia —Salado y dulce a la vez—, intenta responder a la pregunta que nos hacemos todos: «¿Qué dosis de confrontación con el Estado y de choque asumirá el votante soberanista en los próximos meses?»
No hace falta añadir que votar por la confrontación no es lo mismo que ejercer la confrontación; en la mayoría de los casos consiste sólo en contemplar con agrado los destrozos por televisión. Ante la tesitura de dejar de pagar a Hacienda e ingresar el equivalente en la cuenta del Consell per la República —lo que se traduciría en pagar dos veces, más el recargo correspondiente—, pocos unilateralistas encontraremos.
Esta mañana, la web del Consell per la República afirma tener 88.548 personas registradas —imposible saber cuántos de ellos son militantes, simpatizantes o simplemente curiosos—, que han pagado un mínimo de 10 euros por la gestión. ¿Qué clase de confrontación serán capaces de asumir?
Volviendo a Álvaro, entiende que «el público soberanista no ha dejado de serlo, pero, a la hora de votar, tendrá en cuenta muchas más variables que cuando todo se reducía a reaccionar contra la represión del Estado», es decir en las elecciones anteriores, las de diciembre de 2017, vigente todavía la aplicación del 155. «Entonces, el discurso (y la promesa de volver) de Puigdemont conectó con mucha gente.» Y no volvió.
Que un político incumpla una promesa, no sorprende a nadie —ni siquiera a los indepentistas que esperaban el surgimiento de la nada de unas estructuras de estado que no llegaron ni a concebirse—; la cuestión en este caso es hasta que punto la impresión de improvisación continua que produce Puigdemont llegará a hartar a sus votantes o les incitará a reincidir en la promoción del caos.
JxCat, o como acabe llamándose, se va a proponer la cuadratura del círculo: «Puigdemont (sea o no él finalmente el cabeza de lista) hará una campaña contra ERC, paradójicamente el único partido con quien podría pactar.» ¿A nadie le conmueve el triste destino de una fuerza independentista que sólo podría gobernar aliada a otra fuerza independentista a la que detesta y quiere apartar? Y sin dejar de hablar al mismo tiempo de la imprescindible unidad independentista. Aunque ya se sabe que, en este país, unidad significa ponte a mis órdenes.
«El eje básico será criticar el posibilismo de los republicanos por haber dado pocos frutos», y al mismo tiempo lanzar «una nueva promesa para movilizar un voto en clave épica y resistencial». Falta ver cuánta gente, y hasta qué punto, se lo toman en serio.