La evidencia de que las muertes por COVID-19 se concentran en los más mayores, en torno a un 90% de las muertes son de mayores de 70 años, ha dado pie a un debate sobre la conveniencia de mantener el confinamiento de los ancianos como forma de protegerles a ellos y de evitar riesgos a los demás. La medida se ha defendido- véanse los artículos de John Carlin en La Vanguardia– como una forma de solidaridad con los más jóvenes que así estarían sujetos a menos limitaciones. Además, dado que los mayores están jubilados y su papel en la economía productiva es residual el impacto económico de su confinamiento sería mínimo. El debate parte de una confusión de conceptos. Los viejos mueren más, cierto, pero no transmiten la enfermedad en mayor medida que otros tramos de edad. El confinamiento no es para evitar la muerte de los enfermos, para eso esta la sanidad, sino para evitar la expansión de la enfermedad, para evitar los contagios. El confinamiento total ha sido producto de la sorpresa por la virulencia y rapidez de los contagios, de la saturación de los hospitales, de la falta de medios para combatirla y del retraso en tomar medidas selectivas. Nada eso puede seguir manteniéndose si hay rebrotes. Ya hay medios de diagnóstico y prevención,, se ha avanzado en los tratamientos y no hay riesgo de saturación del sistema.
Si eso es así, el confinamiento obligatorio por razones de edad, asociado a la mortalidad, carece de sentido. Que se confine a los positivos y que cada persona, sea cual sea su edad, decida libremente y bajo sus prioridades vitales si quiere evitar todo riesgo o prefiere continuar con su vida asumiendo el riesgo que crea oportuno. El confinamiento indiscriminado de los mayores para protegerlos carece de justificación. Los mayores, salvo que no estén en condiciones físicas o mentales, ya somos mayorcitos, valga la redundancia, para tomar nuestras propias decisiones. Si es por proteger a los demás, la medida carece de fundamento. Si es para protegernos, en contra de nuestra libertad, menos. Como en otros temas la disyuntiva es entre empoderamiento ciudadano y control estatal.
Y a las autoridades sanitarias les pediría que explicaran a la población que los viejos transmiten la enfermedad si son positivos, como el resto de los ciudadanos, ni más ni menos, y que por tanto carecen de fundamento los brotes de gerontofobia que se han dado. Además de ser profundamente inmorales carecen de toda justificación sanitaria.