Supongo que debo estar en un error pues no encuentro en las redes argumentos de autoridad para sustentar mi opinión y la general aceptación de una idea es un gran argumento en su favor. Sin embargo, no me deja de rondar la idea de que estamos en una situación de fuerza mayor en la que las circunstancias de protección de la salud han obligado a la suspensión de facto de derechos constitucionales y libertades públicas y a la adopción de medidas extraordinarias en el ámbito de la sanidad y no me parece que la fórmula constitucional adoptada, el estado de alarma, sea la adecuada. Que las circunstancias existen y que es necesario adoptar las medidas precisas para su superación está fuera de toda discusión. Los expertos en epidemiología nos dirán cuáles son los medios adecuados y proporcionados en una crisis sanitaria para combatir la pandemia. Nos queda a nosotros, los ciudadanos que cumplen con sentido crítico, preguntarnos si se adoptan las garantías necesarias, en el orden jurídico y político, para la suspensión de unos derechos tan largamente deseados como gozosamente disfrutados.
Por mucho que no se nombren de manera directa entre las medidas adoptadas por el Gobierno, las libertades de circulación, reunión y manifestación, artículos 19 y 21 de la Constitución, están en suspenso pues no se pueden ejercer materialmente. Que el confinamiento sea una pena, de las que establecía el Código Penal de 1973 y mantenida en el actual Código penal militar de 1995, aleja cualquier duda sobre su carácter restrictivo de derechos. De otra parte, la unánime y entusiasta recepción por el Congreso de los distintos instrumentos sometidos a su conocimiento excluye los problemas políticos de disensión entre los partidos en él representados. Tenemos pues causa suficiente, reconocida por todos, y contenido indiscutido, pero ¿en la forma adecuada?
Si la única previsión constitucional, utilizable hoy, para la suspensión de las libertades públicas es el estado de excepción (los virus no nos han sitiado sino infiltrado) la lógica nos hace pensar que la protección de esas libertades exige que la suspensión material o de facto de adopte por los medios constitucionales. Todo el resto de los argumentos, incluida la invocación a bienes superiores como la vida (ver Fernando Lopez Aguilar en El País de 2020_03_17), recuerda demasiado a los «juristas del régimen» desde Pashukanis o Carl Schmitt hasta FJ Conde y su teoría del caudillaje.
Que el confinamiento sea una pena, de las que establecía el Código Penal de 1973 y mantenida en el actual Código penal militar de 1995, aleja cualquier duda sobre su carácter restrictivo de derechos
La declaración del estado de excepción tiene los mismos actores, el Gobierno y el Congreso, y las mismas mayorías, solo que, actúan en orden inverso. La alarma es decretada por el Gobierno y conocida ex post por el Congreso y la declaración del estado de excepción precisa la previa autorización del Congreso. La diferencia esencial en el contenido es, como se dijo, la afectación a las libertades públicas. A los efectos prácticos puede parecer irrelevante la diferencia, pero las consecuencias en la vida jurídica son muy sensibles. La excepción acentúa el principio colectivo de los intereses públicos, la alarma mantiene reminiscencias privatistas. La declaración formal del estado de excepción permitiría acogerse a la exclusión de fuerza mayor, tanto en los contratos privados, como en la responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas. Dotar a las sanciones a imponer de un marco indiscutible jurídicamente colabora a alcanzar en la mayor seguridad jurídica, ese marco tan en boga que la Constitución garantiza (artículo 9.3). El estado de excepción también ayuda a justificar los excesos de déficit previstos para esta clase de situaciones en el artículo 135 de la Constitución. Ambas figuras coinciden, sin embargo y a pesar de las recientes resoluciones del Congreso, en que se mantiene en ambos casos la responsabilidad política del Gobierno, como enfatiza la Constitución en el artículo 166.6, que por su texto y ubicación sistemática (Título V de las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales) no se refiere a la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública (Artículo 106.2 del Título IV).
Ahora bien, frente a todo lo dicho, el mayor riesgo jurídico es, como el lenguaje nos advierte, sentar un precedente. Lo actuado hoy en la forma en que lo ha sido podrá ser utilizado por otros actores con fines quizás no tan compartidos y legítimos como los actuales. Si queremos limitar los desafueros de la actuación futura los que creemos en la democracia tenemos, hoy, que recordar la exigencia de las buenas formas. Por y con todo el valor que ellas tienen.
El mayor riesgo jurídico es, como el lenguaje nos advierte, sentar un precedente
Las consideraciones políticas son muy variadas. La primera es que hemos de desbancar el prestigio que están ganado los regímenes autoritarios en base a una eficacia no demostrada y la correlativa desafección por la democracia, creemos que por falta de ejercicio. La segunda es que la falta de fijación previa por el Congreso, razonada y anunciada, de las libertades que se cercenan está permitiendo un autoritarismo rampante, que hemos visto en la intervención del Presidente exigiendo que todos nos pongamos detrás del Gobierno [según recuerdo de su intervención en TV] lo que no precisa de mayores comentarios. Por el peligro que la indefinición sea utilizada por los populistas para ganar posiciones en una crisis como la actual nos gustaría claridad. Echamos de menos que en el gabinete de crisis no participe el Ministro de Justicia que si tiene que existir es para garantizar los derechos fundamentales y las libertades públicas. Nos preguntamos si el Ministro y la Abogada General del Estado están conformes con las formas utilizadas. Y, sobre todo, si están confirmando la legalidad de todas y cada una de las medidas que se están adoptando.
En estas circunstancias y entendiendo que la situación -que no el estado- de excepcionalidad no va acabar con el fin del confinamiento ya que los efectos económicos van a ser profundos y duraderos, como ya ha adelantado nuestro Presidente con su propuesta de un «presupuesto de reconstrucción» , sería el momento de analizar la conveniencia y oportunidad de un Gobierno de máxima base constitucionalista que diera estabilidad y permitiera abordar los retos que tenemos por delante con moderación, determinación y el consenso más amplio posible.